El Reflejo Maldito

El Miedo Tiene Rostro De Mujer

La oscuridad era más que sombra.
No era ausencia de luz, era presencia de algo vivo, algo húmedo, frío, algo que respiraba por las paredes y caminaba bajo la piel. Elias cayó de rodillas en ese lugar sin nombre, una tierra que no era tierra, un cielo sin arriba ni abajo, como el interior de una pesadilla sin fin. La última imagen que tenía era la de su padre rompiendo el cristal, del fuego dorado cubriendo todo, y de Lucian, por fin, vivo entre sus brazos.

Pero ahora solo había silencio.
Y un escalofrío que no terminaba nunca.

El susurro de la hechicera

—Estás solo….tan… solo…—dijo una voz.

Elias se giró, pero allí no había nadie. La voz no venía de una dirección, venía de todas. Del suelo, del aire, de su nuca, de su ombligo.

—Te dejaron atrás, Elias. Tu padre eligió a Lucian… ¿lo ves? ¿No lo sentiste?

El pequeño tembló. No por el frío.
Por la verdad que la voz acariciaba como una cuchilla.

—N-no…Él….él me va a encontrar —susurró Elias. Pero su voz sonaba demasiado parecida a un ruego.

Las risas de Morganna estallaron en respuesta. Altas, descontroladas, como si una docena de niñas enloquecidas jugaran con cuchillos en la oscuridad.

—¿Te va a encontrar, dices? ¿Tú?
¿Tan pequeño? ¿Tan frágil?

El aire se volvió más denso. Cada vez que Elias respiraba, era como tragar plomo. Sus manos sudaban. Su pecho dolía.

—¡Papá! —gritó, pero el eco fue tragado por las paredes sin forma.

—Lucian….Papá…ayúdenme… ella me….me asusta…

El rostro del miedo

Y entonces la vio. Morganna. Alta como una torre de huesos. Cabello flotante, oscuro como un eclipse. Su rostro era hermoso, demasiado hermoso, como el de una muñeca maldita que guarda alfileres bajo los párpados. Sus ojos no eran ojos. Eran dos pozos sin fondo. Dos abismos donde el amor caía y nunca salía.

—Qué dulces tus lágrimas —susurró ella, caminando hacia él.

Sus pies no tocaban el suelo. Solo flotaba. Como una idea mala. Como un pensamiento oscuro que no sabes cuándo sembraron en ti.
Elias dio un paso atrás. Otro. Y otro más. Pero el lugar no tenía borde. No tenía escape. Morganna estiró la mano. Sus uñas eran alargadas, negras, con pequeñas grietas de las que goteaban sombras líquidas.

Elias contuvo el aliento. Su cuerpo gritaba que corriera. Su alma suplicaba que despertara. Pero él ya sabía que esto no era un sueño.

La mano de la hechicera bajó, rápida, como una garra de halcón. Y lo tocó. O lo intentó. Porque algo ardió. No en el cuerpo de Elias. Sino dentro de él. Una luz. No dorada. Blanca. Inmaculada. Sagrada. Brotó de su pecho, como si cada miedo contenido, cada lágrima tragada, cada deseo de abrazar a su hermano….hubiera sido una vela encendida en la oscuridad.

La mano de Morganna se quemó.
Y gritó. Un chillido gutural, desesperado, inhumano. Retrocedió. El humo negro salía de sus dedos.

—¡¿Qué es esto?! ¡¿Qué eres, niño?!

Elias cayó al suelo, jadeando, la luz aún brillando débilmente en su pecho. Sus labios sangraban por dentro de tanto apretarlos. Su cuerpo temblaba como hoja al viento.

—No lo sé… —murmuró— Solo quiero a mi hermano. Solo quiero a mi papá…

La caída

Morganna se rio, pero no como antes. Ya no era el juego histérico.
Era otra risa. Una risa rabiosa.
Dolida. Herida.

—Si no puedo tocarte….te romperé desde dentro.

Y alzó ambas manos. De sus uñas brotaron hilos oscuros, como cuerdas hechas de memorias rotas, y envolvieron a Elias en un capullo de sombra. Él intentó gritar. Intentó usar su luz. Pero estaba cansado. Solo.

—Papá….Lucian…ayúdenme.....

Y la oscuridad lo tragó. No como se traga a una víctima, sino como se devora a un heredero que representa una amenaza.

Y la hechicera sonrió

Morganna observó el capullo flotar en el centro del vacío. Lo había atrapado. Aunque no por completo. Sabía que la magia blanca de Elias era poderosa. Que podía quemarla. Pero él aún era un niño. Y el miedo,..ah, el miedo…
era el idioma que ella dominaba como una madre cruel.

—A ti te quebraré con suavidad —susurró, rodeando el capullo oscuro con dedos heridos— Con cariño. Con lentitud. Hasta que me llames madre como todos los demás.

La carcajada volvió a llenar el aire.
Pero en lo profundo, una chispa blanca aún ardía. Pequeña. Terca. Indomable. Elias no estaba vencido. Solo atrapado. Y el fuego en su pecho esperaba volver a encenderse.




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