El mundo de Morganna se deshacía como un cuerpo marchito que ya no podía sostenerse. El aire olía a humedad antigua, a raíces podridas, a magia vieja y herida. Era como respirar el aliento de una criatura que jamás debió despertar. Todo crujía. Todo se hundía. Todo dolía.
Los tres Lothaire caminaban como se camina por el borde de un abismo: sabiendo que cualquier paso en falso significaría el fin. Y aun así, seguían adelante. Uno al lado del otro. Unidos por algo más fuerte que el miedo. Más antiguo que la oscuridad. El lazo de sangre.
El fuego de la redención. Lucian observaba el paisaje con los ojos entrecerrados. Cada piedra del camino parecía estar hecha de cicatrices. Cada muralla, de susurros. Cada sombra, de secretos.
—Este lugar no fue creado — dijo en voz baja — Fue llorado.
Alistair no respondió. Su mandíbula estaba tensa, como si llevara siglos guardando palabras que jamás se atrevió a pronunciar. Elias, en cambio, temblaba. No de frío, sino por la intensidad que sentía vibrar bajo sus pies. Era como si el mundo entero respirara y él caminara sobre los pulmones de una bestia dormida.
—¿Esto es el corazón? —preguntó Elias.
—Todavía no —respondió Alistair, con un tono apagado— Esto es solo el umbral. Lo que viene es el núcleo. Lo que da forma a todo. Incluso a la locura.
Caminaron durante lo que pareció una eternidad. Pero allí, el tiempo era un animal sin ojos. No avanzaba, no retrocedía. Solo esperaba. Las paredes se estrechaban. El suelo se volvió pulso. El cielo era un vidrio oscuro que colgaba suspendido sobre ellos, reflejando sus rostros en versiones deformadas: Lucian con ojos sin luz, Elias con alas arrancadas, Alistair envuelto en cenizas. Cada paso era una decisión. Cada pensamiento, una prueba. Y entonces, llegaron.
Una sala circular. Gigantesca. Viva.
En su centro, flotando suspendido por raíces negras que bajaban desde un cielo invisible, se encontraba un corazón. Pero no era un corazón humano. Era una esfera inmensa, palpitante, envuelta en una membrana cristalina que parecía hecha de lágrimas congeladas y gemidos comprimidos. Latía con un sonido grave, ancestral. Y cada latido era un eco en sus propios pechos.
—Ese… — susurró Alistair, con un dejo de reverencia y odio — Ese es el centro de su poder.
Lucian lo observó con rabia. Elias, con espanto. Y sin embargo, algo en ellos tres los empujaba a acercarse.
—¿Por qué no nos ataca? —preguntó Elias, aferrándose al brazo de su padre.
—Porque no necesita hacerlo. Aquí, el peligro no es físico.
—¿Entonces…?
—Aquí te enfrentas a ti mismo.
El corazón palpitaba. Cada latido era una campanada muda, una onda invisible que hacía vibrar los huesos, como si la tristeza del mundo se comprimiera en ese núcleo, latiendo eternamente. Y entonces, sin previo aviso, el suelo se abrió bajo sus pies.
No cayeron. Fueron absorbidos. Separados. Cada uno, lanzado a una cámara distinta. Cada uno, enfrentado a lo que más le dolía.
Lucian cayó en una sala sin paredes ni techo. Solo un suelo líquido que reflejaba su rostro multiplicado mil veces. En cada reflejo, un gesto diferente: rabia, desprecio, envidia, abandono. Y una voz:
—Tú fuiste el primero. El especial. El fuerte. Pero perdiste todo, ¿no es así? ¿De qué te sirvió resistir, si al final fue tu hermano quien brilló?
Lucian apretó los dientes.
—¡Cállate!
Pero los reflejos rieron.
—Él te salvó. No tú a él. Él despertó la luz. Tú solo fuiste un adorno.
—¡NO!
Cerró los ojos. Recordó a Elias cuando era pequeño, con miedo de dormir solo. Recordó sus risas juntos. Su voz tembló.
—Yo no quiero ser el primero…
Quiero ser su hermano. Solo eso.
El suelo dejó de reflejar. Y la sala lo devolvió al umbral. Elias cayó en un bosque oscuro, familiar. El mismo donde fue arrastrado al principio. Donde todo comenzó. Y en medio de los árboles su padre. De espaldas. Con una expresión vacía.
—Nunca quise tenerte. Solo a él.
Elias retrocedió. El dolor fue inmediato. Como una espada de hielo directo al pecho.
—Eso no es verdad… —susurró.
El bosque se rió. Los árboles se inclinaron, susurrando:
Tú eras el error.
Elias cayó de rodillas. Pero entonces una imagen cruzó su mente. Su padre corriendo por él. Rompiendo su prisión. Llorando al verlo. Y esa imagen fue más fuerte. Se levantó.
—Tú no eres mi padre. Eres mi miedo. Y ya no me gobiernas.
La oscuridad del bosque se hizo polvo. Elias avanzó. Alistair se encontró en un salón dorado. Sus padres. Aurelian. Lucian. Elias.
Todos sentados.
Todos callados.
Todos mirándolo.
—Fallaste.
—Nos dejaste.
—Nos abandonaste.
—No mereces ser padre.
Las palabras eran suaves como puñales con perfume.
—Fallé —susurró Alistair — Sí.
Pero también aprendí. Y ahora no pienso fallar otra vez.
Sus pies tocaron el suelo con firmeza. La sala se quebró como vidrio golpeado por un grito. Y entonces, los tres volvieron a reunirse. Se encontraron en el centro de la sala, justo ante el corazón, con las ropas hechas jirones, los rostros marcados por lágrimas, los ojos inflamados pero enteros. Lucian tomó la mano de Elias.
Elias abrazó a su padre.
Y Alistair los sostuvo a ambos.
—Esto es lo que Morganna no puede romper —dijo él— Nuestra unión. Nuestro amor.
—Nuestra verdad —agregó Elias.
—Nuestra fuerza —concluyó Lucian.
Y los tres extendieron sus manos hacia el corazón oscuro. De sus palmas brotó luz.
Dorada.
Blanca.
Ígnea.
Y el corazón tembló. Se agitó. Chilló. Pero no se rompió. No aún.
—¡No basta! —gritó Elias— ¡No basta!
Alistair cayó de rodillas.
—¡Nos falta algo!
Lucian gritó, aferrándose a Elias. Y entonces una sombra emergió. No una criatura. No un monstruo.
Ella.
Morganna.
Última, desfigurada.
Hecha de miedo.
De abandono.
De dolor nunca sanado.