El Reflejo Maldito

Donde Vuelven Los Qué Nunca Se Fueron

El cielo, que durante generaciones había sido un párpado cerrado, se abrió al fin. Las nubes oscuras se retiraban lentamente, como una marea de sombras resignadas a la luz. Y entonces, en medio del jardín del castillo comenzaron a aparecer.

Niños.
Uno por uno.

Al principio como susurros, como siluetas desenfocadas entre la niebla. Luego con mayor fuerza. Con vida. Con forma. Con luz.
Cayeron de rodillas. Algunos lloraban, otros reían, otros simplemente miraban el cielo, como si lo vieran por primera vez.

Y todos tenían la misma edad que cuando fueron arrebatados. Niños que habían desaparecido de sus hogares. Niños que nadie jamás olvidó. Niños que ahora volvían. Libres. El jardín, que alguna vez fue marchito y gris, comenzó a florecer. Literalmente. Cada paso de aquellos pequeños despertaba raíces dormidas.

Brotes surgían de la tierra. Flores abrían sus pétalos como si también lloraran de alegría. Los sirvientes del castillo salieron a los balcones. Y luego bajaron corriendo. Y se arrodillaron al ver a su amo y a sus hijos. Y a Aurelian. Muchos no pudieron contener las lágrimas.

Pero no eran los únicos que observaban. Desde las colinas. Desde el bosque. Desde el valle. El pueblo entero comenzaba a reunirse. Los aldeanos, que durante generaciones habían vivido bajo la oscuridad perpetua de Morganna, levantaban la vista y descubrían por primera vez en mucho tiempo el sol.

Una luz cálida. Dorada. Natural. La niebla negra se evaporaba, dejando tras de sí un cielo de tonos carmesí y oro. Y cuando llegaron al castillo, cuando vieron a los niños perdidos, hubo un grito. Y luego otro. Y otro.

—¡Mi hijo!
—¡Es él!
—¡Es mi sobrina!
—¡Es mi nieto!

Padres y madres caían de rodillas. Tíos, tías, abuelos corriendo hacia aquellos pequeños, abrazándolos, tocándolos, besando sus frentes como si no pudieran creer que eran reales. Y eran reales.

No fantasmas.
No espectros.
Niños. Salvados.

Lucian y Elias miraban la escena abrazados. Aurelian los rodeó con sus brazos. Y Alistair, con los ojos rojos, simplemente sonrió. Por fin.

La magia negra del castillo comenzó a desprenderse. Como pintura vieja cayendo de las paredes. Como un mal sueño que no deja huella al despertar. Las gárgolas se volvieron estatuas comunes. Las escaleras dejaron de gemir. Los espejos reflejaban rostros y no prisiones. Los candelabros volvían a encenderse con llamas cálidas y no azuladas. Las cortinas, las alfombras, los pasillos todo volvía a ser un hermoso hogar.

El castillo Lothaire brillaba. Como debía haber brillado siempre. Y en lo alto de la torre, la bandera olvidada ondeó otra vez: el estandarte dorado y blanco de la casa que por generaciones había protegido a todos. Ahora los había salvado. Y mientras el pueblo celebraba, mientras los niños reían, los cuatro Lothaire se miraron.

Dos pares de hermanos. Separados por el tiempo. Por el dolor. Por la magia. Pero ahora unidos por el amor. Se abrazaron todos juntos.
Las lágrimas de Aurelian rodaban por su mejilla, pero su sonrisa era amplia, brillante, viva.

—Nunca más —dijo él —
Nunca más volveré a dejar que se pierdan. Ni ustedes. Ni nadie.

—Prometamos —dijo Lucian—
Prometamos que siempre, pase lo que pase, nos buscaremos.

—Y que no importa lo que venga —agregó Elias — seremos una familia. Porque eso es lo que nos salvó.

Alistair los observó. Y con la voz rota, concluyó:

—Prometamos que la luz jamás volverá a apagarse.

Y así, bajo ese cielo resplandeciente, en el jardín renacido de un castillo que había vencido a la oscuridad, los cuatro Lothaire sellaron un nuevo juramento. No con sangre. Sino con amor.

El amor que, esta vez, había vencido para siempre.




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