Donde Renace la Luz
Dos años después.
Setecientos treinta amaneceres bordados de esperanza. Veinticuatro lunas llenas que no despertaron miedo. Dos primaveras que trajeron flores donde antes solo hubo cenizas. El mundo había cambiado. Y en su corazón, el castillo Lothaire brillaba como nunca antes.
Sus muros, alguna vez marcados por el lamento y el eco de los pasos perdidos, ahora eran cálidos. Las cortinas danzaban con el viento. Las risas de niños llenaban los pasillos donde antes el silencio gobernaba como un rey enfermo. Los relojes no solo marcaban las horas: marcaban la vida. Alistair, el joven duque, ya no era un hombre roto.
Seguía teniendo la mirada profunda, seguía hablando con la pausa de quien ha visto demasiado, pero sus pasos ya no arrastraban cadenas invisibles. Sus hombros, aunque firmes, ya no cargaban el peso del arrepentimiento, sino el orgullo de haber vencido a la oscuridad y de haber recuperado a su familia.
Todas las mañanas, antes del alba, se dirigía a los jardines donde Elias y Lucian entrenaban bajo la guía paciente de Aurelian.
Su hermano.
Su espejo.
Su segunda oportunidad.
Aurelian, que había vuelto con la misma edad que Alistair tenía al salvarlo, se había integrado a la vida del castillo como si jamás se hubiera ido. Pero lo que más conmovía a los aldeanos y a la servidumbre no era su regreso, sino su propósito. No quiso ser venerado ni temido. No quiso dirigir el castillo, ni retirarse al ala de los recuerdos. Aurelian eligió enseñar.
Todos los días, abría las puertas de la vieja biblioteca que había sido restaurada con cuidado y recibía a niños, adolescentes, incluso adultos del pueblo que querían aprender. Magia blanca. Historia. Filosofía. Cuidado de hierbas. Meditación contra los miedos. Su clase favorita era la que él había bautizado con humildad como:
Defensa contra los ecos de la oscuridad, una lección sin hechizos ni pergaminos solo palabras que enseñaban a sanar el alma.
—La oscuridad no siempre ruge —decía a sus alumnos— A veces susurra. Y hay que saber cuándo ese susurro no es nuestro.
Los niños lo adoraban. Eran quienes lo llamaban tío Aure, como si ese apodo, sencillo y dulce, fuera su verdadera corona.
Lucian y Elias crecían como raíces de un mismo tronco, distintos, pero inseparables. Lucian, con su fuego sereno y su sentido de la protección, dedicaba horas junto a su padre al arte del combate, pero también a las letras. Le gustaba escribir. A veces, poemas para su hermano. Otras, cartas que nunca enviaba, como si sus emociones fueran aves que aún no querían volar.
Elias, por su parte, se había convertido en un pequeño sabio. Era silencioso en público, pero curioso, observador, magnético. Tenía un don con los animales, y había logrado domar a Nocturne, el antiguo caballo negro del castillo, que nadie más había podido tocar.
—El niño lo miró y el miedo se fue —decía la cocinera— Yo lo vi con estos ojos. Le acarició el hocico y la bestia bajó la cabeza.
Ambos estudiaban bajo la tutela de Aurelian, pero también de su padre, quien les enseñaba historia de su linaje con una sonrisa. Ahora no por nostalgia, sino para que ellos supieran de dónde venían y hacia dónde iban.
El pueblo.
Ah, el pueblo.
Aquel lugar que había vivido por generaciones bajo la bruma espesa de la hechicera, ahora florecía como un jardín salvaje. Las calles, antes cubiertas de niebla, estaban pavimentadas con piedras nuevas. Las casas, pintadas de colores. Los niños jugaban con libertad en la plaza central, sin que sus padres los llamaran con temor al anochecer.
Se había construido una fuente luminosa en el centro del pueblo, con una estatua esculpida por manos agradecidas: cuatro figuras entrelazadas. Alistair. Aurelian. Lucian. Elias. Los Lothaire. Y bajo ellos, una inscripción sencilla:
Cuando el amor es más fuerte que el olvido, la oscuridad no puede reinar.
Las familias que habían perdido a sus hijos los abrazaban cada día como si fuera el último. No había un solo niño que se durmiera sin beso ni canción. Las abuelas tejían no por obligación, sino por amor. Los jóvenes estudiaban con la esperanza de convertirse en sanadores, en maestros, en poetas, no solo en soldados. Porque la guerra se había terminado. La sombra ya no gobernaba. Y en su lugar, reinaba la gratitud.
Por las noches, cuando el cielo se teñía de añil y las estrellas parpadeaban con dulzura, los Lothaire se reunían en el jardín. Aurelian solía tocar una melodía suave con el laúd que él mismo había tallado. Lucian leía en voz alta. Elias alimentaba a los zorros que se acercaban sin miedo. Y Alistair, en silencio, los miraba.
Miraba a su hermano.
A sus hijos.
A su vida.
Y a veces, pensaba en Morganna.
No con odio.
No con culpa.
Sino con compasión.
Porque entendía, como solo los que han sanado comprenden, que incluso el alma más rota no nace maldita. Solo… se pierde. Y él había decidido no perderse jamás de nuevo.
Esa noche, como cada aniversario del día que regresaron, el castillo se llenó de luces. Farolillos flotaron en el cielo, cada uno con un deseo escrito por un niño del pueblo. Uno de ellos decía:
Que los hermanos nunca vuelvan a separarse.
Otro:
Que la magia sirva para sanar, no para herir.
Y uno más, escrito con letra pequeña y tinta brillante:
Gracias, familia Lothaire. Nos devolvieron el sol.
Los cuatro se miraron, de pie bajo el cielo lleno de luces, con lágrimas silenciosas y corazones plenos.
—¿Y ahora qué sigue? —preguntó Elias.
Alistair se agachó para quedar a su altura.
—Vivir —respondió — Y proteger esta paz. No como soldados sino como guardianes de la luz.
Lucian asintió. Aurelian les puso una mano en el hombro a cada uno. Y el silencio entre ellos no era vacío. Era plenitud. Y así, mientras los farolillos flotaban hacia las estrellas, la familia Lothaire selló su promesa no con magia, sino con algo más fuerte: la certeza de que el amor, cuando es verdadero, no conoce final.