El Regreso de la Esposa Muerta

Capítulo 1. Una promesa bajo la lluvia.

Capítulo 1

Una promesa bajo la lluvia.

La noche en que enterraron a Liora, el cielo parecía llorar con él.

Elian permaneció inmóvil junto a la tumba incluso cuando el resto del pueblo ya se había marchado tras la tormenta.

La tierra húmeda se hundía bajo sus botas, las gotas frías de lluvia se mezclaban con sus lágrimas y en el aire sentía el sabor amargo de la despedida.

El ataúd se había cerrado demasiado pronto. Nadie le permitió ver a su esposa una última vez. Nadie entendía lo que significaba para él perderla.

Elian bajó la mirada al montículo de tierra recién cubierto.

—Te lo juro. No dejaré que esto sea el final.

El viento silvó fuerte, como si algo antiguo hubiera escuchado su promesa.

Durante semanas, el silencio fue su única compañía.

La casa que habían compartido durante años, una cabaña en el medio del bosque, se convirtió en una prisión de recuerdos. Las paredes aún guardaban el eco de la risa de Liora, el perfume de su cabello, el sonido suave de sus pasos descalzos sobre la madera.

Pero lo peor eran las noches, porque en las noches Elian juraba escucharla.

Primero fueron susurros, un roce en la ventana, un golpe suave en la puerta. Luego, un perfume familiar que flotaba en el aire, dulce, floral… el mismo que ella usaba cada mañana.

Elian intentó ignorarlo. Pensaba que el dolor podía hacerle oír cosas. Que el amor, cuando se pudre, se convierte en delirio.

Hasta que una madrugada la vio.

Desde la ventana, bajo el reflejo de la luna, junto al lago, había una silueta.

Su cabello negro caía hasta la cintura, su vestido blanco flotaba como neblina sobre el agua.

“Liora”, murmuró, y el nombre se le rompió en los labios.

Ella no respondió. Solo giró el rostro ligeramente, y por un instante, juró que le sonreía.

A la mañana siguiente, fue a buscarla. No al lago, sino al único lugar donde decían que los muertos podían ser devueltos: la colina de las brujas.

Los aldeanos decían que nadie que subiera allí volvía intacto. Pero Elian ya no temía perderse.

Ya lo había perdido todo.

El camino era oscuro, húmedo, cubierto de raíces que parecían manos. La bruma se enroscaba en sus tobillos, y a medida que ascendía, el aire se volvía más denso.

La encontró al final del sendero, en una choza rodeada de hierbas negras.

Una mujer encorvada lo observaba desde el umbral, con ojos tan antiguos que parecían haber visto nacer el bosque.

—¿A quién buscas, mortal? —preguntó ella, con voz áspera como ramas secas.

—A mi esposa —respondió Elian sin titubear—. Murió hace un mes. Quiero traerla de vuelta.

La hechicera sonrió, revelando dientes amarillos y un aire de burla.

—¿Sabes lo que pides? La muerte no devuelve lo que toma. Solo… lo transforma.

—No me importa —dijo él, casi gritando—. Quiero verla una vez más. Quiero tocarla, hablarle… aunque sea por un día.

El silencio cayó entre ambos.
La mujer lo observó largo rato, como si intentara medir el tamaño de su locura. Luego, con un simple gesto, lo hizo pasar.

Dentro, el aire olía a cera derretida y a sangre seca. Había frascos con ojos de ciervo flotando en líquidos oscuros, y sobre la mesa, un libro abierto con letras que parecían moverse solas.

—Habrá un precio alto para este trabajo —dijo ella, encendiendo una vela negra.

—Pagaré lo que sea.

—No hablo de oro. Hablo de ti —dijo mirándolo fijamente y Elian tragó saliva.

—¿De mí?

—Para que ella respire, algo debe entregarse a la oscuridad. La vida exige equilibrio. Si tu amor es tan grande, entonces serás tú quien pague el paso entre mundos.

Elian bajó la mirada. Pensó en Liora, en la última vez que la vio sonreír, en su voz diciendo que lo amaría más allá de la muerte.

—Acepto —dijo.

La bruja asintió lentamente, y comenzó el ritual.

Sus dedos trazaron símbolos en el aire, el fuego se volvió azul, y la tierra bajo sus pies vibró como si el bosque entero estuviera retorciéndose.

Elian sintió que el suelo se abría, que algo lo observaba desde abajo. Una sombra líquida, densa, que le susurró en un idioma que no entendía.

Cuando el silencio regresó, la bruja apagó la vela.

—Ya está hecho —su voz sonó lejana, casi triste—. Pero recuerda, muchacho: el amor que despiertas no siempre reconoce al que lo invoca.

Liora regresó tres días después.

Elian estaba sentado frente al lago cuando la vio caminar entre la niebla.
Su vestido estaba seco, su piel pálida y hermosa, su cabello brillaba como la tinta.

—Liora… —susurró, temblando.

Ella lo miró con los mismos ojos que una vez lo habían amado, y sonrió.

Elian corrió hacia ella, la abrazó, la sintió real, tibia, respirando.

No había duda era ella. Era Liora.

La llevó de regreso a casa, incapaz de contener el llanto.

Esa noche, durmieron juntos, y por primera vez en semanas, el mundo pareció tener sentido.

Pero, al amanecer, algo cambió.
Ella seguía allí, desnuda bajo las sábanas, con la piel fría y los labios entreabiertos. Cuando Elian la tocó, un escalofrío lo recorrió entero.
Sus ojos estaban abiertos, fijos en el techo, sin brillo humano.

Entonces, Liora giró lentamente el rostro hacia él.

—¿Por qué lloras, amor? —preguntó con una voz más profunda, casi doble, como si alguien más hablara desde dentro de ella.

Elian retrocedió, aterrado. Pero bastó con que ella lo mirara para que todo miedo se disolviera.

Sus manos suaves lo atrajeron de nuevo hacia su pecho.

—No me dejes otra vez —susurró—. Prometiste amarme por la eternidad ¿recuerdas?

Y él, temblando, la besó.
Su boca sabía a tierra húmeda, a hierro y lluvia.
Cuando se separaron, Liora sonrió. En sus dientes, algo destelló. Algo filoso.

Esa noche, el pueblo despertó con gritos.
Un hombre fue encontrado junto al río, sin una sola gota de sangre en el cuerpo. Nadie entendía qué había pasado, pero las mujeres del mercado decían haber visto una sombra moviéndose entre los tejados, con el cabello largo y los ojos brillando en la oscuridad.




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