Capítulo 4
El eco del lago.
Elian despertó en el suelo de la cabaña, empapado en sudor y con el pecho ardiendo.
Por un momento creyó estar muerto. No recordaba cómo había caído, ni cuánto tiempo había pasado desde que Liora lo había besado por última vez… ese beso que le robó el aliento y lo dejó vacío.
La luz del amanecer se filtraba por las rendijas, teñida de gris. El silencio era absoluto, salvo por un murmullo que venía del lago, un canto… suave, hipnótico, casi humano.
—Liora… —susurró, apenas moviendo los labios.
Intentó ponerse de pie, pero el cuerpo no le respondía. Se sentía débil, como si su sangre se hubiese convertido en hielo. Miró hacia su pecho: las marcas de mordidas seguían allí, más profundas y negras.
Recordó su rostro antes de desvanecerse.
Sus ojos oscuros, sus colmillos, el amor y el hambre entremezclados.
Elian se incorporó con esfuerzo y miró alrededor.
Todo estaba revuelto. La sala desordenada, la madera rajada por garras. En el suelo, una huella húmeda con forma humana… pero con dedos demasiado largos.
El corazón le latía con violencia. Salió tambaleando de la cabaña, siguiendo el sonido del canto.
El bosque amanecía envuelto en niebla, el aire espeso con olor a lluvia y a metal. A cada paso, la tierra parecía palpitar bajo sus pies.
Cuando llegó al borde del lago, la vio.
Liora estaba sentada sobre una roca, con los pies descalzos tocando el agua. Su cabello negro se mezclaba con la bruma y su piel pálida relucía a distancia.
Por un instante, volvió a ser la mujer que amaba.
—Liora…
Ella alzó la mirada. Sonrió.
—Sabía que vendrías.
Elian dio un paso al frente.
—¿Qué me hiciste?
Liora lo observó largo rato, con tristeza.
—Te salvé. Estabas muriendo.
—Me drenaste —replicó él, su voz quebrándose.
Ella bajó la mirada.
—Tengo hambre, Elian. No es algo que pueda controlar. Cuando la luna está alta, algo dentro de mí despierta.
Elian se arrodilló frente a ella, tomando su mano.
—Entonces déjame ayudarte. Encontraremos una forma.
Liora negó despacio.
—No hay forma. Soy lo que traje conmigo del otro lado. La muerte tiene precio, y tú lo estás pagando.
Elian la abrazó. Sintió su piel fría, su respiración casi inexistente. Y, aún así, su corazón —o lo que quedaba de él— se encendió.
—No me importa el precio —murmuró—. Prefiero perder el alma a perderte otra vez.
Ella lo miró, y por un instante, el amor volvió a brillar en sus ojos. Lo besó con suavidad, un beso frío, húmedo, que sabía a despedida.
Pero entonces, algo cambió. El lago comenzó a agitarse. Ondas oscuras se extendieron como si algo enorme se moviera bajo la superficie.
Liora apartó la vista con sobresalto.
—Ella viene —susurró, poniéndose de pie.
—¿Quién? —preguntó Elian, levantándose también.
—La que me trajo de vuelta —respondió, con voz temblorosa—. No soporta que me acerque a ti. Dice que el amor nos debilita.
Elian sintió cómo el viento frío le arañaba la piel. El agua del lago se volvió negra. Del fondo surgió una sombra. Una figura femenina, hecha de neblina y hueso, con ojos que ardían como brasas.
—¿Así pagas mi favor, lamia? —su voz resonó en toda la orilla, grave, antinatural—. ¿Traicionas el hambre por un recuerdo humano?
Liora cayó de rodillas.
—No quise… Él me llamó. No puedo evitarlo.
La sombra se giró hacia Elian.
—Tú. El humano que desafió a la muerte. Te advertí del precio.
Elian no se movió.
—No me arrepiento.
La bruja sonrió, mostrando una boca que parecía llena de agujas.
—Entonces su condena será tuya. Cada noche, mientras ella viva, tú morirás un poco más. Hasta que no quede nada más que amar.
El viento se arremolinó, y la figura se desvaneció.
Liora gritó su nombre, pero el eco fue tragado por el viento.
Elian cayó de rodillas, respirando con dificultad.
Liora se acercó, temblando.
—Te lo dije. No debí volver.
Él la sostuvo por los brazos.
—No digas eso. No me dejes.
Ella lo miró con un dolor tan profundo que pareció quebrarse por dentro.
—No puedo quedarme lejos… pero cada vez que me acerco, algo dentro de mí quiere devorarte.
Elian apoyó la frente en su pecho.
—Entonces déjame ser tu hambre.
Liora se estremeció. Sus dedos se deslizaron por su rostro, bajando hasta su cuello.
—Si lo haces… no habrá retorno.
Él la miró, con los ojos vidriosos.
—Nunca lo hubo desde el día en que te fuiste.