Capítulo 10
Los ojos del juicio.
El amanecer llegó con un silencio que dolía. Nadie encendió el fuego, ni se oyeron los primeros rezos. Las puertas permanecían cerradas y las ventanas, cubiertas con telas gruesas como si el sol hubiese dejado de ser un refugio.
Elian despertó con la sensación de un peso en el pecho, un presentimiento que le heló la sangre antes de oír los gritos.
Primero uno. Luego otro.
Hasta que el aire entero del valle se llenó con el eco de la desesperación.
Salió tambaleando, sin comprender del todo. La niebla aún cubría el sendero de piedras, pero el olor metálico era inconfundible. Sangre... Sangre fresca.
Frente a la casa del herrero, un grupo de mujeres lloraba. El cuerpo del hombre yacía sobre la mesa de trabajo, los ojos abiertos y la garganta rasgada de lado a lado, como si algo hubiese intentado arrancarle el alma por la boca. Su esposa no paraba de repetir entre sollozos que lo había visto levantarse en mitad de la noche, como si algo lo llamara desde la ventana.
—No fue un ladrón —murmuró un joven—. No hay huellas... ni puertas forzadas.
Elian dio un paso atrás, el corazón latiendo con fuerza. Sabía que no debía acercarse, pero algo lo empujó a seguir caminando. En la siguiente casa, un cuadro igual de grotesco lo recibió: otro hombre, muerto de la misma forma, con la piel pálida, los ojos vidriosos y la expresión congelada en un terror silencioso.
Los aldeanos se miraban entre sí con desconfianza creciente, buscando a quién culpar, a quién quemar si era necesario. Hasta que los ojos se posaron en él.
—Fue Elian —susurró una señora—. Desde que su esposa volvió... desde esa noche empezó la desgracia de este pueblo.
—Él trajo la maldición —añadió otra—. Su casa se llenó de sombras, al igual que el bosque.
Elian retrocedió, intentando negar con la cabeza, pero cada mirada que lo alcanzaba se volvía más fría, más hostil.
Sintió que la marca en su pecho ardía como hierro fundido sobre su piel. Y entre los murmullos y el miedo, la escuchó.
—Déjalos hablar, mi amor... —susurró Liora en su mente, con un tono dulce, venenoso—. No saben lo que vieron. No saben lo que somos.
Él cerró los ojos con fuerza, intentando ignorarla, pero su voz se apoderó de sus pensamientos como una bruma caliente.
—Están asustados, Elian... Te odian porque no pueden entender. Pero tú y yo... estamos unidos. Por la sangre. Por la promesa.
—¡Basta! —gruñó él entre dientes, atrayendo la atención de todos.
El sacerdote del pueblo, un hombre de rostro cansado y mirada severa, se abrió paso entre la multitud. Llevaba el crucifijo al pecho y un pequeño frasco de agua bendita que temblaba entre sus dedos.
—Elian Thorne —dijo con voz grave—. En nombre del Altísimo, te ordeno confesar. ¿Qué has hecho? ¿Qué trajo de regreso a tu esposa?
Elian lo miró con desesperación.
—No fue... no fue mi intención. Yo solo quería verla otra vez.
El sacerdote dio un paso al frente, abriendo el libro que llevaba en la mano.
—Entonces admites que la muerte ha sido profanada.
—¡No! —gritó Elian, llevándose las manos a la cabeza. La marca volvió a arder, latiendo al ritmo de su respiración—. Ella no es un demonio, es mi esposa.
—¿Tu esposa? —la voz del sacerdote tembló—. Tu esposa murió, hijo. Lo que camina contigo no pertenece a este mundo.
De pronto, una ráfaga fría recorrió el aire. Las velas del templo se apagaron al unísono y un murmullo inhumano resonó dentro de las paredes. Los aldeanos retrocedieron aterrados. Elian sintió el cuerpo tensarse, los ojos del sacerdote fijos en su frente, y un aliento invisible recorriendo su nuca.
—Déjame a mí... —dijo Liora desde la oscuridad, su voz multiplicándose—. Ellos no te entienden.
Elian apretó los dientes. El agua bendita cayó sobre su piel y la marca chispeó como si quemara. El sacerdote comenzó a recitar oraciones, cada palabra un golpe que le desgarraba el aire a Elian.
Pero entonces la vio. Detrás del sacerdote.
Liora. Hermosa, con la piel blanca y los ojos negros como la noche sin luna. Sonreía con ternura, pero algo se formaba despacio detrás de su espalda: una sombra que se movía lentamente, que lo llamaba.
—No permitas que te separen de mí... —susurró ella—. Ya has pagado el precio.
Elian cayó de rodillas. Su respiración se volvió irregular. Sentía las voces del pueblo mezcladas con las del sacerdote y el susurro de Liora. Todo giraba. Todo ardía.
—¡Fuera, espíritu impuro! —gritó el sacerdote.
Y entonces, las campanas comenzaron a sonar solas.
Las puertas del templo se cerraron de golpe, las velas encendieron una a una, y una risa —suave, femenina, aterradora— llenó el aire.
Elian levantó la cabeza. Liora estaba frente a él. Sonriendo.
—Tarde, padre... ya pertenece a mí.
El sacerdote retrocedió con horror, el crucifijo temblando entre sus manos, mientras Elian, con los ojos negros como el abismo, comenzaba a reír.
La marca había dejado de doler. Ahora palpitaba.
Viva.