Capítulo 11
El eco del fuego.
El exorcismo del sacerdote fue el principio del fin. El pueblo lo había presenciado entre rezos y alaridos, y cuando la fuerza del ritual se quebró con aquel chillido inhumano que sacudió los vitrales de la iglesia, todos entendieron lo mismo: Elian Thorne estaba perdido. Y la criatura que dormía a su lado era el mal hecho carne.
Al amanecer, las campanas sonaron sin descanso. Los aldeanos se reunieron en la plaza, algunos con cruces de hierro, otros con antorchas improvisadas. El sacerdote, pálido y con las manos temblorosas, intentaba mantener la calma de un rebaño al borde del pánico.
—El demonio habita entre nosotros —dijo con voz rota—. La entidad que él trajo del infierno debe ser destruida, y con ella, todo lo que la sostiene.
No necesitó decir más. El miedo ya había decidido.
Elian despertó entre los restos del exorcismo fallido, con la marca ardiendo bajo la piel. El aire olía a incienso y sangre. Recordaba fragmentos: la voz del sacerdote, el crucifijo temblando, la mirada de Liora clavada en él… y esa sombra que los envolvió antes de que todo se apagara.
Se llevó las manos al pecho. La piel estaba caliente, pulsante. Y entonces escuchó la voz de ella.
—Nos quieren separar, amor… —susurró, suave, como si hablara desde dentro de su mente—. Pero no pueden. No mientras me pertenezcas.
Elian cerró los ojos. Por un instante quiso creer que deliraba, que era la culpa, o el miedo. Pero al abrirlos, la vio.
Liora estaba junto a la ventana, con la luz del amanecer atravesando su piel casi translúcida. Sus ojos tenían un brillo húmedo, casi humano.
—Vendrán por mí —dijo él.
—Vendrán por nosotros —respondió ella con la voz dulce… y detrás de ella, un eco metálico, un segundo tono, grave y hambriento.
Cuando el pueblo llegó a la cabaña, el humo ya cubría el bosque. Las antorchas parecían luciérnagas malditas moviéndose entre los árboles. Elian salió a recibirlos, tambaleante, con la mirada perdida entre la confusión y el miedo.
—¡No se atrevan a acercarse! —gritó—. ¡No saben lo que están haciendo!
Pero para ellos, ya era tarde. Elian no era un hombre; era el huésped del demonio.
El sacerdote levantó su crucifijo.
—¡Arrepiéntete, Elian Thorne! ¡Devuélvela a la tumba de donde salió!
Elian dio un paso atrás. Las voces se mezclaban, el fuego chisporroteaba, y la marca en su pecho latía con un ritmo ajeno, como un corazón que no era el suyo.
Entre el humo creyó ver cómo los rostros de sus vecinos se deformaban. Sus ojos se volvían negros, sus bocas se abrían demasiado, sus brazos parecían serpientes extendidas hacia él.
La realidad se quebró.
Elian alzó las manos para cubrirse, pero el aire se llenó de susurros. “Mátalos antes de que te maten”, le decía la voz de Liora, suave y venenosa. Y por primera vez, no supo si era su pensamiento o el de ella.
El fuego empezó con un solo golpe de antorcha.
La cabaña, seca por dentro, ardió en segundos. Las llamas se extendieron más rápido de lo que imaginaban, y el humo cubrió los gritos, se alzó en el cielo como una nube negra gigante.
Liora no se movió; simplemente observó, con la calma de quien contempla algo inevitable.
Elian trató de entrar, desesperado por salvar lo poco que quedaba de su vida, pero una fuerza invisible lo detuvo. Era ella.
Liora le tomó la mano, sus dedos fríos como hielo.
—Deja que muera lo que nos separa —susurró.
El fuego rugió, tragándose los años de amor, las cartas, los retratos, la cama donde habían soñado con hijos. Todo. Elian cayó de rodillas mientras las llamas lo iluminaban. Detrás de él, la multitud gritaba victoria.
Pero los gritos pronto se mezclaron con otros. Gritos distintos. De dolor.
Porque entre el humo, algo se movió.
Una sombra blanca, con ojos como cuchillos, atravesó el fuego sin quemarse. Algunos aldeanos juraron verla; otros negaron haber visto nada, pero corrieron igual.
Y en medio del caos, Elian se quedó quieto.
Su mente ya no distinguía lo real. Las voces de los aldeanos eran rugidos, las sombras danzaban, el aire olía a carne quemada y a perfume de flores.
Liora lo abrazó por detrás, apoyando su cabeza en su hombro.
—Ya no hay vuelta atrás —le dijo con dulzura—. Ellos te arrebataron todo… ahora me perteneces a mí.
Elian no respondió. Miró las llamas y creyó ver en ellas los rostros de los muertos que el pueblo ya había enterrado. Voces, risas, rezos. Todo fundido en un mismo lugar.
Y por primera vez, sintió paz en medio de la locura.
Cuando la madrugada apagó el incendio, solo quedaron cenizas y una marca grabada en el suelo, oscura, como si algo hubiera sido sellado allí.
El pueblo, aterrado, juró no volver a pisar el bosque. Pero los perros ladraban cada noche, mirando hacia las ruinas, y más de un aldeano aseguró ver una silueta junto al lago: un hombre y una mujer, tomados de la mano, observando en silencio.
Elian Thorne había desaparecido... O quizá, como dijo el sacerdote antes de morir, nunca volvió del todo.