Capítulo 12
El latido de la oscuridad.
El humo de la cabaña quemada aún flotaba sobre el valle como un velo gris que cubría el cielo. Elian caminaba entre las cenizas con el rostro tiznado, los ojos vacíos y las manos temblando. Había pasado la noche huyendo del fuego y de los gritos del pueblo, de las antorchas que se alzaban contra él.
Decían que era el hijo del demonio. Que la mujer que amaba había traído una maldición a la aldea. Y él… ya no sabía si estaban equivocados.
El aire olía a madera quemada y a miedo. Las llamas habían alcanzado los bordes de su propia cabaña, pero cuando los aldeanos se acercaron para encenderla por completo, una ráfaga de viento los derribó como muñecos. Juraron haber visto a Liora entre los árboles, su cabello flotando como hilos de sombra, sus ojos eran enormes y negros, sus colmillos largos y afilados.
Esa noche huyeron despavoridos, dejando sus antorchas clavadas en la tierra.
Elian no recordaba haber salido de su casa. No recordaba siquiera que había hablado. Solo un zumbido dentro de su cabeza. La marca en su pecho ardía, pulsando con fuerza, al ritmo de un corazón que no era el suyo.
Desde entonces, los límites comenzaron a borrarse.
Cuando fue al pozo a buscar agua, vio reflejada una figura detrás de él. Un hombre con los ojos blancos y la garganta abierta.
Parpadeó, y no había nadie.
Cuando cruzó la plaza, creyó escuchar las voces del pueblo conspirando. “Mátala. Mátalo a él también. Limpia el mal.”
Giró la cabeza y solo vio a los niños jugando con piedras.
Esa tarde, mientras el sol caía, escuchó el tañido de la campana de la iglesia. Un sonido seco, metálico, repetido tres veces. Era la señal.
El sacerdote había convocado una cacería.
Elian se escondió entre las ruinas del molino, con la respiración contenida. Desde allí los vio reunirse: hombres con lanzas, mujeres con cruces colgando del cuello, y el anciano párroco sosteniendo una antorcha bendecida con aceite y sal.
—No es un hombre, es un huésped del mal —dijo el sacerdote, su voz temblando más de fervor que de fe—. La criatura que trajo de la muerte aún lo domina. Debemos quemar lo que queda de ella… y de él.
Elian apretó los dientes. Cada palabra se le clavaba como agujas en su piel. La marca en su pecho palpitó de nuevo, más fuerte, como si respondiera al llamado de la multitud.
Y entonces la escuchó.
—No dejes que te toquen —susurró Liora dentro de su cabeza—. No saben lo que somos. No saben lo que hicimos para seguir juntos.
Su voz no sonaba humana. Era dulce, envolvente, pero tenía un eco hueco, un segundo tono detrás de cada sílaba.
—¿Qué somos, Liora? —preguntó él en un murmullo desesperado.
—Amor y condena. Carne y vacío. Mátalos antes de que te arrebaten de mí.
Elian apretó los ojos. Su respiración se volvió errática. Cuando volvió a abrirlos, los aldeanos ya no parecían aldeanos. Sus rostros estaban deformados, con ojos negros como pozos y dientes largos y filosos. Caminaban hacia él en silencio, con el olor a carne podrida invadiendo el aire.
Él gritó. Y corrió.
La voz de Liora lo guiaba entre los árboles, entre la niebla. Cada paso lo hundía más en la locura, o en su amor, o en ambas cosas. Sentía su tacto invisible sobre la piel, un roce que ardía como fuego y hielo a la vez.
—Mátalos, Elian. Ellos te arrancarán de mí.
Elian tomó una piedra del suelo. La sangre le martillaba en los oídos. Cuando vio al primer aldeano —un joven delgado con una antorcha— lo atacó sin pensar. Lo derribó de un golpe, luego otro. El sonido del cráneo partiéndose retumbó entre los árboles.
El silencio posterior fue más aterrador que el grito.
Elian miró sus manos. Temblaban, cubiertas de sangre y entonces vio el rostro del joven. No era un monstruo. Era Aldric, el hijo del herrero. Tenía apenas diecinueve años.
Elian retrocedió, jadeando.
—¿Qué… qué hice?
—Lo que debías —respondió la voz dentro de él—. No hay vuelta atrás, amor mío.
El bosque pareció cerrarse a su alrededor. La niebla lo devoró todo.
Desde lo profundo, una figura se acercaba. Liora, con su vestido rasgado, su piel translúcida, los pies descalzos. Su sonrisa era tan hermosa como cruel.
—Ya no hay pueblo, Elian. Solo nosotros.
Él quiso abrazarla, pero cuando lo hizo, su cuerpo se deshizo en humo, dejando solo la marca ardiendo como una brasa en su pecho.
Elian cayó de rodillas, gritando hacia la nada.
El eco de su voz fue lo único vivo en aquel bosque muerto.