Capítulo 13
El recipiente del mal.
El amanecer llegó cubierto por una neblina espesa que olía a hierro y ceniza. Elian abrió los ojos entre la humedad del bosque, con las manos manchadas de un rojo oscuro que ya se secaba sobre su piel. No recordaba lo que pasó la noche anterior. Solo ese vacío entre un instante y otro, un salto donde el tiempo se disolvía por completo.
El silencio era tan profundo que dolía. Ningún pájaro, ningún murmullo de algún animal del bosque. Solo el latido irregular de su propio corazón y el peso de algo invisible observándolo.
Cuando intentó ponerse de pie, notó las huellas a su alrededor: marcas desordenadas, restos de lucha, sangre salpicando las raíces. Elian siguió el rastro hasta el claro, y allí encontró el cuerpo.
Un aldeano. El rostro vuelto hacia el cielo, los ojos abiertos, la garganta destrozada.
Elian se tambaleó hacia atrás, sintiendo cómo el mundo se derrumbaba bajo sus pies.
—No… no fui yo —su voz se quebró, apenas un susurro.
Pero la marca en su pecho ardió. Como si se burlara.
—Sí fuiste tú —la voz de Liora emergió entre los árboles, suave, envolvente, casi compasiva—. Lo hiciste por amor. Por nosotros.
Elian giró hacia la sombra que avanzaba entre la niebla. Liora caminaba descalza, los pies manchados de barro y sangre seca. Su cabello negro se movía sin viento.
—¿Qué me estás haciendo? —preguntó él, retrocediendo.
Ella sonrió.
—Lo que tú pediste. Que no te dejara solo.
Elian quiso gritarle, pero un sonido lo interrumpió. El chasquido de ramas, el roce de telas. No era Liora. Alguien más estaba allí.
De entre los árboles surgió la hechicera. La misma mujer que días atrás le había ofrecido lo imposible: el regreso de su esposa. Pero ahora su rostro parecía distinto. Más viejo, más demacrado, como si los años hubieran pasado de golpe sobre ella en una sola noche.
—Así que al fin la has visto por lo que es —dijo, con una voz grave que parecía salir de la tierra misma.
Elian dio un paso hacia ella.
—¡Tú lo sabías! —gritó, la desesperación rompiendo su garganta—. Sabías que no volvería igual.
La mujer sonrió, mostrando los dientes ennegrecidos.
—Nunca prometí un alma pura, solo un cuerpo. Lo demás… lo tomó ella.
Liora se giró lentamente hacia Elian, y por primera vez su rostro cambió. La dulzura se disolvió, y en su lugar apareció una mueca vacía, sin ojos, sin boca. Una máscara de carne.
Elian sintió el estómago revolverse.
—¿Qué es esto? —murmuró.
—Una grieta —respondió la hechicera—. Un puente entre este mundo y el otro. Ella no es tu esposa, Elian. Es la puerta que abriste… y que ya no puedes cerrar.
Liora giró la cabeza hacia la hechicera. La sonrisa volvió a formarse en su rostro, pero ahora la voz que salió de su boca no era solo suya.
—Tú también me perteneces, bruja. Me hiciste nacer otra vez.
Un rugido profundo y ensordecedor retumbó entre los árboles. Elian se tapó los oídos; la marca en su pecho latía al mismo ritmo del sonido, como si algo debajo de su piel tratara de salir.
La hechicera extendió sus brazos, murmurando palabras en un idioma que Elian no comprendía. La tierra tembló. Un viento gélido barrió el claro, arrancando hojas, levantando polvo.
—¡Retrocede, criatura! —ordenó la mujer.
Pero Liora rió. Una risa imposible, hecha de mil voces que se entrelazaban.
Elian cayó al suelo, sujetándose la cabeza. Las imágenes lo invadieron: rostros del pueblo, los cuerpos en sus casas, los ojos vacíos que lo miraban. Todo fundido con su respiración, su culpa, su deseo.
—Ellos me temen… —susurró, llorando—. No entienden.
—¡Porque tú ya no eres tú! —gritó la hechicera—. La marca la ata a tu alma. Si muere uno, mueren ambos.
Liora se acercó a Elian, arrodillándose frente a él.
—No la escuches —su mano tocó su mejilla, fría, húmeda—. Nada de esto importa. Solo tú y yo.
Elian quiso apartarse, pero su cuerpo no respondió. La marca ardía tanto que parecía quemarlo desde adentro.
La hechicera gritó un último conjuro, y el aire estalló en luz. Liora se desvaneció en humo, y Elian cayó inconsciente.
Cuando despertó, la hechicera estaba frente a él, respirando con dificultad.
—Aún no es tarde —dijo—. Pero si ella toma tu cuerpo por completo… el pueblo será solo el comienzo.
Elian la miró sin comprender.
—¿Qué quieres decir?
La mujer lo observó con una expresión de amarga certeza.
—No trajo solo a tu esposa de vuelta. Trajo lo que vive debajo de la tierra. Y tú… eres su recipiente.
Elian se quedó en silencio, mirando la marca que ahora palpitaba como un corazón ajeno.
El sol apenas despuntaba, pero en su pecho ya se gestaba la noche.