Capítulo 17 (final)
Amor y fatalidad.
El cielo ardía. No había amanecer ni ocaso, solo una luz roja que se retorcía como fuego detrás de las nubes.
Elian caminaba entre los restos del bosque, con la daga en la mano, el cuerpo cubierto de ceniza y la mirada perdida en un horizonte que ya no pertenecía al mundo de los vivos.
Las voces habían cesado. Solo quedaba el eco del viento y el sonido distante del río, donde alguna vez había jurado a Liora que nada los separaría.
A lo lejos, la aldea era un conjunto de ruinas humeantes. Las casas se habían derrumbado, el suelo se había abierto como una grieta gigante. Todo olía a podredumbre y a azufre.
Liora estaba de pie en medio del claro, la piel tan blanca que parecía absorber la luz. Su cabello flotaba sin viento.
Cuando Elian se acercó, ella lo miró con una tristeza que no era humana.
—Ya no quedan más, Elian —su voz sonaba como si viniera desde otra dimensión—. Ni el bosque, ni el pueblo. Todo lo que tocamos se deshizo.
—Yo los maté —su voz tembló—. Pero tú… tú me hiciste verlos como monstruos.
Liora negó con suavidad.
—No necesitabas mi ayuda para eso. El miedo lo hizo por mí.
Él apretó la daga, observando el filo manchado.
—La hechicera… dijo que el portal se abriría cuando mi corazón dejara de resistirse.
—Y ya casi no resiste —susurró Liora, avanzando hasta quedar frente a él—. Lo siento, Elian. Yo nunca debí volver.
El suelo tembló. Una grieta se abrió entre ellos, de donde emergió un brillo oscuro, espeso.
De aquel abismo comenzaron a surgir formas, cuerpos sin rostro, criaturas nacidas de la misma sombra que lo marcaba a él.
—¡No! —Elian retrocedió, tratando de contenerlas con el brazo extendido—. ¡Deténganse!
Liora gritó, cayendo de rodillas. Su cuerpo comenzó a deshacerse en fragmentos de luz.
—¡Elian! —gritó—. Si me amas, ciérralo. Usa la daga. Rompe el vínculo.
Elian la miró, y durante un instante vio a la mujer que había amado: riendo junto al río, cantando entre los árboles, sus manos llenas de barro y flores.
Esa imagen lo atravesó como un último destello de humanidad.
Entonces comprendió. No era a ella a quien debía matar. Era a sí mismo.
La hechicera apareció entre las sombras del bosque.
—Hazlo —dijo con voz gélida—. Acaba con el lazo y el portal morirá contigo.
—¿Y tú qué ganas con eso? —Elian la enfrentó con el filo tembloroso—. ¿Qué eres tú realmente?
La mujer sonrió, mostrando unos dientes demasiado blancos.
—Soy la que custodia la frontera. Y tú, eres mi llave.
Elian sintió un estremecimiento. La marca en su pecho palpitó, más brillante que nunca.
El abismo rugió, y del interior emergieron los rostros de los aldeanos caídos, gritando su nombre, acusándolo, rogando por descanso.
—¡Hazlo, Elian! —clamó Liora, su voz quebrada—. No hay redención, pero sí puede haber fin.
Él la observó una última vez.
Luego levantó la daga.
—Te amé incluso después de la muerte —susurró—. Y por eso debo morir contigo.
El filo descendió. El metal atravesó su pecho.
Un grito desgarrador, mitad humano, mitad algo más oscuro, se expandió por todo el bosque.
La luz roja del cielo se fracturó.
El suelo se cerró sobre la grieta.
Las criaturas se disolvieron como humo.
Liora se arrodilló junto a él, tomando su rostro entre las manos ensangrentadas.
Sus lágrimas eran negras.
—Ahora lo entiendo —dijo ella, sonriendo débilmente—. No era tu destino traerme de vuelta. Era enseñarme a irme.
Elian quiso responder, pero ya no tenía voz.
Su cuerpo comenzó a desintegrarse en polvo brillante, como ceniza arrastrada por el viento.
Cuando la última chispa de su existencia se extinguió, la hechicera se inclinó, recogiendo la daga del suelo.
El metal aún ardía con la energía del sacrificio.
—Todo equilibrio necesita un precio —murmuró—. Y él pagó el suyo.
Al amanecer, el bosque quedó en silencio. Las nubes se abrieron y, por primera vez en mucho tiempo, la luz del sol tocó la tierra.
El pueblo despertó del horror. Los sobrevivientes salieron de sus casas sin entender por qué el aire ya no pesaba ni por qué el miedo había desaparecido.
Solo encontraron, en el centro del bosque, una mancha de ceniza y una daga oxidada clavada en la tierra.
Nadie volvió a hablar de Elian Thorne ni de Liora. Pero cada vez que el viento soplaba desde las montañas, algunos juraban oír un susurro perdido entre los árboles.
Una voz que decía:
—“Nada vuelve igual de la muerte.”
Y cuando la luna se teñía de rojo, el reflejo de una silueta solitaria podía verse entre la niebla…
Un alma atrapada en el limbo, pagando por haber amado demasiado.
El amor desafió a la muerte... y por eso fue condenado.