— aún no hemos cobrado, hijo.
— Así sea.
— Hijo, lo que quería decirte es que sigas siendo fuerte. Se que a veces no tenemos que comer y cuando tenemos no comemos bien, pero hay que darle gracias a Dios porque por lo menos estamos vivos. No como otros que tienen que comer de la basura. Su Palabra dice que no debemos preocuparnos por qué hemos de vestir o que hemos de comer, Él sabe de qué tenemos necesidad aún antes que se las digamos— Edward lo miraba reflexionando—. Así que, te anímo, hijo—dijo poniendo la mano en su hombro—. ¿Y la predica?
Edward pensó que responder por un momento y dijo, ya la tengo.
— Que bueno, hijo. Concéntrate en eso y olvídate de esa cantadera, no te llevará a nada bueno.
— Pero, ¿y si quiero cantar para el Señor?— excusó él.
— Eso dices tú, pero el Señor conoce tu corazón y no puedes mentirle, ni siquiera me engañas a mí, solo te engañas a ti mismo. Tú puedes cantarle a Él, pero es más grande la tentación de que te alejes de Él. Hazme caso, hijo— lo habló todo cariñosamente.
Edward quedó nuevamente pensativo o quizá reflexionando.
Al otro día, Edward estaba en su trabajo; una feria de hortalizas, y miró entrar una pareja; adultos jóvenes que vestían bien y tomados de la mano. Edward se fijó en sus manos tomadas. Ellos se dirigieron al cajero a preguntar algo
— ¡Ay, Señor! ¡mira ese mujerón!— le dijo un compañero que se le acercó — está más buena que mi jeva.
— Entonces cambia con él— dijo bromeando, pero sin sonreír.
El compañero suelta una pequeña risa y después de unos segundos de silencio se le ocurrió decir algo
— ¿Quieres que te diga algo? tómalo como un consejo. Eso— señaló la pareja—, es lo que te hace falta, una pareja. Alguien que te dé amor. Necesitas estar así, y no así — lo señaló —. Piénsalo.