— Ah, si— respondió mirando la comida.
— ¿Cuánto te dieron?
— Era mi quincena, pero el jefe hoy nos dijo que a partir de mañana nos pagarán doce dólares. Pero en un momento hice más de la quincena— su padre lo miraba sin nada que decir, y él agregó —. Voy a ir un rato para donde Luis .
— ¿¡Qué pasó!?— hablaba José (aquel flaquito alto que los saludó aquella noche) por celular. ¡No loco, tú eres un beta serio!— estaba molesto.
Edward llegó frente a su casa, porque en verdad no iba para donde su amigo. No había nadie por el rededor. Edward llamó a José y un perrito salió a ladrarle, nadie salió, así que volvió a llamar.
— No, dale, dale, déjalo— dijo y escuchó el llamado—. Dale—cortó.
Edward miró a los lados otra vez nervioso, o tal vez a ver quién lo miraba. La calle a su izquierda estaba oscura, la de su derecha (que era la misma) por lo menos estaba más luminosa y la de detrás de él (que es por la que vino) y al fin salió José.
— Épale.
— ¿Qué pasó varón, cuéntame?
— Mira… ¿Todavía tienes la pistola?
José se extrañó por la pregunta.
— ¿Porqué? ¿Qué, vas a matar a alguien?— dijo echando broma y se rió.
Edward soltó una risita nerviosa.
— Es qué un desgraciado me robó la bicicleta y yo sé dónde encontrarlo.
— ¿Qué, tú no eres cristiano?— preguntó confundido.