¡Pun! Le dio el tiro en la frente, y Edward asustado quedó perplejo, tan paralizado como si su corazón dejará de latir mientras miraba al que alguna vez fué. Víctor lo miró y él asustado se arrimó para atrás. Venía la moto.
— Le dí en la cabeza para que no se arrepienta. Tú amigo no era malandro, lo que era es un ratero. Hay diferencia, pero dejé que se fuera con su ilusión. ¿Sabes porqué no te mato?— él meneó la cabeza— porque él—señaló al difunto— no le hizo nada a mi mujer en aquel momento, solo por eso, así que dale las gracias.
Se fue a subir a la moto y los otros se fueron en las dos motos que llegaron.
Aquí nada pasó, tú no nos conoces, sigue con tu vida si quieres vivir— se fueron.
Edward no soportaba el dolor y lo miró alejarse y miro el cuerpo del que fué su posible amigo y miro a los lados a ver quién venía pero nadie, ni un bendito chismoso, que siempre hay uno. ¿Y ahora que iba a hacer? Caminaba hacia la casa de José, débil, sin fuerzas, pero la suficiente para dar unos pasos más.
La casa de José tenía la puerta abierta y en la sala estaba la madre riéndose con dos personas. La conversación debía ser buena. Edward llegó y gritó: ¡Heee! Ellos salieron.
— Allá está tu hijo muerto— y cayó desmayado.
— ¡Ay! ¿Qué le pasó?
El hombre salió a levantarlo.
— ¿ Qué dijo de José?— preguntó la madre.
— Qué está muerto allá en la esquina— respondió la mujer.
La madre corrió, llegó a la esquina y miró el cuerpo de su hijo, se le quebró el alma. Se arrodilló a levantarlo mientras gemía y llegó la mujer asombrándose de la escena (también venían algunas personas a ver qué sucedía). La madre lloraba.
Al otro día, Edward abrió los ojos y lo primero que vió fue el techo, miró a los lados y estaba en su cuarto y entró su madre.