Ya era la noche.
— Edward, hay unos chamos buscándote—dijo su madre asomándose—Edwin y yo no sé quién.
— Si, que pasen.
Ella les abrió.
— ¡Y qué va! el loco ese me dio una pela’.
— Te la puso así para que fuera tu culpa—dijo Edwin.
— Claro.
— ¿Y porqué no te mató a ti, pues?— preguntó Kelvin.
— Porque cuando lo robamos José no le hizo nada a la novia. Se cree alguien justo.
— ¿Justo? ¿y lo mató?—expresó lo irónico que era.
— ¿No conoces a ninguno, verdad?— preguntó Edwin.
— No.
— ¿Cómo era el que te golpeó?— preguntó Kelvin.
— Bueno, justo cómo yo les dije; es más claro que yo, cómo de mi tamaño, cabello corto y negro, y tiene la raya (señaló sobre la sien, una decoración de corte de cabello a la moda).
— Ah, ya. A ese le dicen gallardo.
— ¿Y los otros cómo eran?
— Era un flaquito ahí feo con gorra, con una cadena de plata con un crucifijo…
— Ese es tuqueque— volvió a reconocer Kelvin.
— Y un gordito blanco, bajito, y el catirito.
Ellos se extrañaron.
— ¿Cuál es ese?— le preguntó a Edwin.
— No sé.
— Bueno, pero ya sabemos quienes fueron.
— ¿Van a tomar venganza?— ellos asintieron—. ¿Y saben dónde viven?
— No, pero son de Agua Fría.
— Vinimos a saber quienes son y también a decirte que te vengaras con nosotros, ya que eran panas y lo mataron frente a tus ojos—dijo Kelvin.