El regreso de los dioses

el retumbar de las piedras.

 

¿Qué estas diciendo? ¿Cómo es que renuncias a mí tan fácilmente? Si lo que sientes se llama amor ¿entonces como se llama lo que siento yo? Esto que comenzó como una pequeña flama, ahora me ha incendiado por completo, siento que si sigo así me convertiré en cenizas ¿Por qué mis labios no se mueven? ¿Me quedaré perdido mientras veo como te alejas de mí? Es verdad, todo lo que dijiste es cierto…pero el hecho de que quiero dejarte ir no lo es, solo estaba tratando de ser indiferente, de ser frío y distante, yo tampoco sabía lo que me estaba pasando hasta que te vi con él, entonces supe que no quería perderte. 

Estaba furioso, estaba celoso, se lo que hice y no quiero que tú lo hagas, trate de odiarte, de pensar que eras la villana, quise verte como una daga en la espalda, como un crimen imperdonable, quizás así hubiese sido más fácil para mí detestarte, pero no eres nada de eso, brillas como el sol en los días nublados y cuando ríes quiero proteger esa sonrisa, me odio a mí mismo por haber intentado odiarte, no eres una mentira, tampoco una traición, eres mi debilidad y por eso creo que quise odiarte…

Tienes razón en todo lo que dijiste, soy un idiota, un incivilizado que lo único que ha hecho es lastimarte y aunque sé que quizás con él estarías mejor, me niego a entregarte a sus brazos, por que soy muy egoísta, porque en el fondo de mi corazón se que no soportaría verte con alguien que no sea yo, soy un maldito al no poder ir tras de ti, mi cuerpo no se mueve y otra vez vi como se rompía tu corazón.

—Fui muy tonta al pensar que vendría corriendo tras de mí, creo que al final…yo fui la única que se enamoró. — se dijo Lucia a sí misma mientras se alejaba y la voz de Quetzalcóatl llegó a su cabeza como una voz suabe que se desvaneció poco a poco.

—Yo jamás te rompería el corazón, solo di mi nombre y yo cuidaré de ti…

—Lucia miró al cielo y suspiró con tristeza, después se recostó aun lado de l fuego y con el corazón comprimido cerró los ojos.

Todos pensaron que aquella noche sería como las otras, callada y pacífica, pero el peligro se acercaba, enemigos del tamaño de una montaña.

Mientras estaban recostados, la tierra comenzó a temblar, las piedras brincaban inquietas, era como si supieran que algo terrible se avecinaba, Tzilacatzin no había regresado al campamento, se había quedado pensativo y de pronto el agua del rio comenzó a moverse, el guerrero frunció el ceño, su corazón le decía que debía regresar, pues el peligro se estaba haciendo presente, así que corrió con todas sus fuerzas al campamento.

—No puede ser…son ellos.

Tzilacatzin corría con su espada de obsidiana en la mano, era como un ciervo en la llanura, el viento hondeaba su cabello negro que se camuflajeaba en la oscuridad.

Los ojos amarillos y brillantes de diez gigantes de unos siete metros de altura caminaban entre las sombras de la oscuridad, sus dientes que salían de aquellas perturbadoras sonrisas dejaron desconcertados a los guerreros, era la primera vez que veían criaturas tan colosales, su aspecto era intimidante, no se veían estúpidos como Lucia se imaginó, ellos tenían perversidad y experiencia en el rostro, su piel era amarillenta y no necesitaban de armas, pues sus puños eran más que suficientes.

—Son…los quinametzin. —exclamaron ellos tragando saliva.

No tenían idea de cómo iban a enfrentarse a esas montañas, pero a pesar del asombro, ninguno retrocedía, más bien respiraron profundamente y tomaron posición de batalla, Temoctzin sopló el silbato de la muerte para anunciar la batalla, sabían que, si salían con vida, esta sería la mejor anécdota de todas.

—¡No teman guerreros! ¡de nosotros depende que estos adefesios no entren a la gran Tenochtitlan! —gritó Temoctzin para alentarlos.

—¡Por Tenochtitlan! —gritaron ellos con valentía.

Yolotzin, Tlaltecuhtli, Ixtlipactzin, Xohuitl, Tlacaelel, Izel, Tonahuac, Zipactunal, Ikal y Lucia, se armaron de valor y se abalanzaron contra los gigantes y estos al verlos se burlaron de ellos y de un manotazo, el quinametzin llamado Tenoch mandó a volar a Xohuitl y a Tonahuac de un golpe y los azotó contra el piso quebrándoles los huesos y por si fuera poco, el gigante llamado Otómitl puso sus pies sobre ellos y los aplastó como si se trataran de insectos.

—No…Tonahuac ¡Xohuitl!  —sus compañeros gritaron sus nombres a voz en cuello, sus muertes les dolieron en el alma, en solo unos instantes, habían perdido a dos de sus amigos, sus cuerpos quedaron irreconocibles, sus restos desparramados por todo el campo de batalla.

Eran diez gigantes en total, Cuautémoc, Izcoatl, Izcallí, Tenexuche, Xelhua, Tenoch, Umecatl, Mixtécatl, Xicalancatl y Otómitl, todos tenían un mismo objetivo, entrar a Tenochtitlan a adueñarse de ella y una vez que devoraran a toda la gente tratarían de reproducirse para volver a construir su civilización, harían un trato con algún dios y a cambio de sus servició, pedirían una hembra para que diera a luz a sus diez hijos.

—¿Cómo se atreven a matar a nuestros amigos bastardos! ¡pagarán por lo que les hicieron! —gritó Izel lleno de ira y cuando iba por ellos, Lucia lo detuvo.

—¡Detente Izel! Lo único que harás es que te maten a ti también, debemos ser más inteligentes y pelear contra ellos usando nuestras debilidades como ventaja. —les dijo Lucia con seriedad.

—¿A qué te refieres? Son enormes, no somos más que insectos para ellos. —exclamó Tlacaelel lleno de frustración.

—Somos guerreros de elite ¿no? Nos las ingeniaremos para hacerlos caer.

—¿Tienes algún plan diosa? —le preguntó Yolotzin confiando plenamente en ella.

—Soy una chica, siempre tengo un plan.

—Somos todo oídos señorita. —manifestó Temoctzin con firmeza.

—¿Cómo hacen caer a un enemigo? —les preguntó ella en un tono discreto.

—Los herimos en sus partes nobles o vitales. —respondieron ellos haciendo memoria.




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