El Reino De Los Hechiceros

Capítulo III

Narrador omnisciente:

Suho Aethernis nunca había permitido que nadie atravesara la fortaleza de hielo que lo envolvía. Las noches siempre habían sido calladas.

El silencio era su única compañía… hasta que cumplio 15 años y comenzaron las visiones.

Al principio eran fugaces: una silueta sentada junto a él, un suspiro cálido rozándole el oído, el roce apenas perceptible de dedos sobre su nuca. Pensó que era su mente cansada, agotada por noches de vigilia y estudios arcanos.

Pero pronto esas presencias se hicieron más nítidas.

En las madrugadas cuando trabajaba, sentía el peso ligero de un cuerpo femenino apoyado contra su espalda, un brazo rodeándole el torso con delicadeza. El calor de un aliento contra su cuello lo hacía contener la respiración, tan real que sus músculos se tensaban como si una mujer de carne y hueso lo tuviera entre sus brazos.

—No existes… —gruñía en la penumbra, apretando los puños.

Pero no podía negar el estremecimiento en su piel cuando labios imaginarios rozaban el borde de su mandíbula, ni el calor que lo invadía cuando aquella voz suave murmuraba su nombre con una ternura que nadie jamás le había otorgado.

“Suho…”

El hielo de su carácter se resquebrajaba en cada sueño.

Era imposible, la conocía sin conocerla. Recordaba cómo sonaba su risa, cómo brillaban sus ojos, cómo lo miraba como si él no fuera un monstruo destinado al poder, sino un hombre que merecía ser amado.

—-

El templo de Aethernis estaba sumido en un silencio tan basto como el firmamento, parecia infinito.

Las columnas de obsidiana parecían sostener el cielo mismo, las antorchas se mecian suavemente, proyectando sombras largas sobre las columnas y en el centro del atrio, bajo un círculo de estrellas y runas del firmamento grabadas en el mármol, Suho permanecía sentado en posición de meditación, los ojos cerrados, el rostro sereno en apariencia, aunque su respiración lo traicionaba con cierta irregularidad.

El sonido de los pasos del Eterno resonaron tras él. No había guardias ni aprendices cerca: al parecer se encontraban solo ellos dos, el hijo de las estrellas y el líder del clan.

—Tu espíritu está inquieto —dijo el Eterno con calma, deteniéndose a su lado—. ¿Qué te desvela, Suho?

El joven abrió los ojos apenas, dejando ver el gris profundo de su mirada, adornado de constelaciones que se grabaron en su alma el día de su nacimiento

— no sabía que era tan fácil de leer

El Eterno sonrió con ironía.

—no lo eres, pero tengo cualidades de líder.

—ya veo..

Guardó silencio unos segundos, rodeándolo como un depredador paciente. Luego, con voz grave, comenzó a preguntar:

—¿Es un enemigo?

—No.

—¿Un deseo de poder?

—No.

—¿Quizas culpa escondida?

—Tampoco.

El Eterno inclinó la cabeza, fijando los ojos en él.

—Entonces… una mujer te tiene atado al insomnio.

Suho se quedó inmóvil, pero su pecho se agitó apenas perceptible. Bajó la vista, suspira, y su voz se torna grave y densa.

—No es una mujer real. Es… un delirio. Una ilusión que solo aparece en mis sueños, producto de mi imaginación. Un amarre extraño que no he sabido deshacer… ahora ni sé si quiero hacerlo. A veces siento que me atrae, otras que me atormenta. Como si la conociera desde siempre, aunque no exista.

El Eterno arqueó una ceja, divertido.

—Un raro fenómeno de las estrellas, nacido como un dios, atormentado por problemas de mortales. Qué ironía deliciosa.

Suho lo fulminó con la mirada, pero no negó nada.

Suho apretó los labios, pero siguió.

—He roto maldiciones, sellos, amarres que ni siquiera los antiguos pudieron descifrar. Pero ella… —cerró los ojos, respirando hondo—. Ella es el único amarre que no puedo deshacer. Y lo peor es que no sé si quiero hacerlo. Siento que la necesito, aunque sé que no existe. Y cada día me pregunto si es un anhelo… o un tormento.

El Eterno rio suavemente, apoyando una mano en su hombro, examinando su ser.

—No hay hechizos en ti. Ni conjuraciones. Tal vez si te estás volviendo loco, Suho… o tal vez estás sintiendo lo que todo hombre teme, necesidad de alguien más.

El silencio se apoderó del templo, denso como una tela invisible.

El Eterno retiró la mano y cambió el tema con naturalidad, como si nada de lo dicho fuera extraordinario.

—¿Y el dragón Raysai Gül?

Suho lo miró de reojo, su expresión endureciéndose de nuevo.

—es un asunto que tengo presente, pero todavía no voy a buscarlo, no porque no pueda, lo pospongo por conveniencia. Espero el momento oportuno. Mientras, veré como los viejos se desgastan entre ellos, y cuando llegue el momento, lo encontrare, así borrare el error de la bruja y reafirmare nuestro poder como clan.

—¿Como planeas encontrarlo?

—no hay barrera en el espacio o tiempo que me impida alcanzar mis objetivos, por ahora sólo muevo hilos.

El Eterno asintió, satisfecho, aunque sus labios aún conservaban una sonrisa velada.

—lo entiendo. —Se alejó, sus pasos resonando en el mármol— Suho: incluso los que nacen con la fuerza de los dioses terminan doblegándose… ante aquello que más necesitan.

—lo tendré en cuenta —el asiente, siempre fue su mejor alumno.

—tus poderes no te vuelven inhumano hijo.

Suho volvió a cerrar los ojos, como si quisiera retomar la meditación. Pero en su mente, la figura de aquella mujer regresó, clara, viva, sentándose junto a él. Su calor lo envolvía, su abrazo lo sostenía. Y por un instante, el hombre más indomable del Reino se permitió lo que nunca admitiría en voz alta, contemplar a un fantasma.

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