Narrador omnisciente:
La penumbra de la noche en su cuarto siempre parecía silenciosa para Suho Aethernis... Hasta que ella llegaba.
No había puerta que se abriera, ni pasos que anunciaran su llegada; simplemente estaba ahí, sentada en el borde de su cama, como si hubiera pertenecido a su vida desde siempre.
A veces lo abrazaba por detrás, con esa calidez que atravesaba la coraza de hielo que lo rodeaba. Otras veces, no hacía nada, solo permanecía a su lado, respirando a el mismo ritmo que él, como si sus almas compartieran cosas en común.
—Eres solo un eco de mi mente —susurraba él, frío, cerrando los ojos— Una ilusión que me debilita.
Pero cuando lo hacía, podía sentir el roce suave de unos dedos imaginarios recorriéndole la nuca, bajando hasta su hombro. Y el escalofrío que lo atravesaba era demasiado real para ser fruto de un sueño.
Y aunque no sabía su nombre, Suho llevaba su recuerdo clavado en el pecho, un filo ardiente que lo inquietaba en sus meditaciones, en su magia, en sus noches solitarias.
Una noche, la ilusión lo llevó más lejos.
Ella se sentó a horcajadas sobre sus piernas en medio del sueño, con la serenidad de quien siempre ha pertenecido a ese lugar. Lo miró fijamente, y con una sonrisa serena deslizó sus dedos por su rostro.
—¿Por qué huyes de mí? —preguntó, con esa voz tibia que lo desarmaba.
Suho tragó en seco, sus ojos de acero clavados en la figura que parecía más real que el aire.
—Porque no eres mía… eres un espejismo que me debilita.
Ella inclinó la cabeza, rozando su frente con la de él, y susurró:
—O tal vez soy lo único que te mantiene humano.
Él despertó con el corazón latiendo como un tambor de guerra.
Permanecía en silencio, pero por dentro su mente ardía. Había intentado negar esas imágenes incontables veces, borrar los destellos de aquella figura que lo visitaba en la penumbra de sus sueños. Sin embargo, cada detalle estaba grabado en él con una claridad que lo atormentaba.
Cabello negro, abundante, cayendo en cascada hasta más abajo de su espalda, liso como la seda, con un brillo que parecía absorber la luz de la luna. Cuando ella se inclinaba, ese velo oscuro lo envolvía, llenando el aire con una fragancia que él nunca había olido en este mundo.
Su cuerpo era una tentación imposible: la cintura estrecha que parecía hecha para ser sostenida con ambas manos, el trasero firme y redondo que se marcaba bajo los pliegues de una túnica blanca, los pechos generosos que subían y bajaban con el ritmo suave de su respiración. Cada curva la volvía una visión más peligrosa que cualquier hechizo prohibido.
Y su piel… blanca como la nieve, tersa, casi luminosa. Él la había sentido en los sueños, bajo sus dedos, y despertaba con el eco de esa suavidad aún pegada en las manos, como si hubiese sido real.
Pero lo que más lo enloquecía era su rostro. Hermoso hasta lo insoportable, con labios plenos, delicados, siempre a punto de curvarse en una sonrisa que él ansiaba y temía. Sus ojos, aunque nunca lograba verlos con claridad, tenían una fuerza inexplicable: lo miraban como si lo conocieran desde la eternidad, como si lo aceptaran por completo, incluso en sus sombras más oscuras.
Cada noche volvía, y cada noche él se maldecía. Porque ya no sabía si era una ilusión creada por su mente o un recuerdo arrancado de algún rincón secreto del tiempo.
—La necesito… —susurró sin darse cuenta, sus palabras perdiéndose en la penumbra de su habitación.
Un dios hecho hombre, atrapado por la visión de una mujer que no existía.
O peor aún: de una mujer que existía en algún lugar… y que lo estaba esperando.
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El humo de las lámparas se arremolinaba en el salón privado, donde la penumbra escondía más de lo que revelaba. Soren giraba su copa con aire relajado, pero sus ojos seguían fijos en Suho, como un cazador que mide la respiración de su presa, apoyó un codo en la mesa, con esa sonrisa medio insolente que parecía clavada en su rostro desde que nació.
—Sabes… —rompió el silencio con su tono socarrón—me he dado cuenta de algo curioso, crei que eran visiones mias, pero no, siempre eliges a un mismo tipo de mujer. Muy discreto, claro… pero hasta un ciego notaría el patrón.
Suho no se inmutó, sentado con la espalda erguida, esa calma glacial que lo caracterizaba.
—¿Ah, sí?
Soren sonrió, ladeando la cabeza.
—Sí. —Soren entrecerró los ojos, midiendo sus palabras como si se tratara de una broma demasiado peligrosa— Todas tienen algo en común… como si buscaras a alguien en ellas.
Por primera vez, el aire alrededor de Suho se tensó, apenas un suspiro en la quietud. Su respuesta llegó baja, firme:
—Quizá porque me gusta una mujer. Y a veces creo verla en otras.
La sonrisa de Soren se congeló a medio gesto. Apoyó la copa en la mesa, inclinado hacia él con interés renovado.
—Vaya… yo pensaba que eras un puritano, casi un monje. El santo del clan.
Suho lo miró directo, sin pestañear.
—Nunca fui santo.
Soren dejó escapar una risa breve, pero sus ojos ya no tenían burla, sino sospecha, lo observó con más atención, como si acabara de descubrir un lado oculto en él.
—Interesante… Yo pensaba que el mimo era el mujeriego y tú el asceta. Parece que estaba equivocado.
La respuesta de Suho fue apenas un murmullo, como si hablara para sí mismo:
—Quizá solo he estado esperando a la correcta —la sonrisa de Soren llegabas a sus ojos, como si acabara de encontrar el secreto mejor guardado del más fuerte de su clan.
—Entonces dime algo, hermano… —su voz bajó, casi un susurro cargado de malicia—¿esa mujer existe de verdad? ¿O es alguien que no deberías desear?
Suho guardó silencio. El leve apretar de su mandíbula fue respuesta suficiente.
Soren chasqueó la lengua y negó con la cabeza, divertido y a la vez intrigado.
—Lo sabía. No hablas de una amante común. Hay algo imposible ahí… prohibido, incluso ¿Quien será?