El Reino De Los Hechiceros

Capítulo VII

Narrador omnisciente:

Las tensiones en el Reino Oculto crecían día tras día. El Eterno, líder de su clan, sabía que su tiempo en este mundo se agotaba y que pronto debería partir a otro plano. Antes de eso, debía tomar una decisión crucial: elegir a su sucesor. Necesitaba a alguien fuerte, con la mente clara y un espíritu que no temiera a nada.

Muchos codiciaban la posición, y algunos incluso buscaban alcanzarla por medio de su adorada nieta. Pero él conocía bien la ambición disfrazada de lealtad. Sabía que un líder débil o corrupto sería la ruina de todo lo que había construido.

Por eso, en silencio, ya había elegido. ¿Quién mejor que Suho para ocupar ese lugar? Había visto en él la fuerza que no se doblegaba ante nada, la determinación que ni los años ni la adversidad habían podido quebrar. Suho no solo era capaz de proteger a su gente, sino también de guiarla.

Unirlo a su nieta sería un golpe maestro: el clan quedaría en manos seguras y, al mismo tiempo, su sangre se enlazaría con un hombre digno de confianza. Para el Eterno, esa decisión no solo era política, sino personal. Le daba la tranquilidad de que, incluso tras su partida, su legado permanecería vivo.

Entrando al templo como de costumbre para alzar sus rezos a las estrellas, en la penumbra del templo, los cirios encendidos proyectaban figuras danzantes sobre los muros antiguos. El silencio era espeso, solo interrumpido por la respiración calmada de Suho, que permanecía sentado en posición de meditación. Fue entonces cuando los pasos pausados y seguros del Eterno resonaron sobre el mármol.

—Han pasado demasiados años, Suho —su voz grave se extendió como un eco en la sala— Años desde aquellas visiones que te consumen.

Suho abrió los ojos con lentitud, grises y profundos, sin necesidad de palabras para demostrar que entendía.

—Visiones de una mujer que no existe —continuó el Eterno, deteniéndose frente a él— ¿Cuánto tiempo más pretendes vivir persiguiendo un espejismo?

El joven apretó los labios, pero no respondió. El anciano, con la paciencia de quien observa el curso de un río interminable, prosiguió:

—Has buscado su reflejo en otras… tantas veces. Mujeres con cabellos, gestos o sonrisas parecidas. Te has entregado a ellas esperando acallar el vacío, y sin embargo, tu tormento no cesa.

Un estremecimiento recorrió a Suho, aunque se obligó a mantener su semblante imperturbable.

—Tienes veinti ocho, ya es hora de que dejes de correr detrás de fantasmas. De que sientes cabeza.

El Eterno inclinó un poco la cabeza, como si meditara las siguientes palabras, hasta que dejó caer la sentencia con firmeza:

—¿Y quién mejor que Elíne? Noble, hermosa, digna… y, lo más importante, devota a ti como ninguna otra. Mi nieta será tu esposa.

El nombre retumbó en el pecho de Suho. Elíne. Una de sus más grandes amigas, de ojos tan azules como el cielo y un cuerpo que hacía perder la razón a cualquier hombre. Pero para él… solo era eso: una amiga. Su risa, sus confidencias, los momentos de camaradería. Nunca había sentido la chispa que las visiones de aquella mujer inexistente le despertaban.

El silencio entre ambos se volvió insoportable, hasta que Suho, con un suspiro que sonó a derrota, inclinó levemente la cabeza.

—Si ese es tu deseo, Eterno… lo aceptaré.

Sus palabras quedaron suspendidas en el aire como una cadena invisible. Quizá aquella mujer de sus sueños solo era eso: una ilusión. Quizá había llegado el momento de enterrar esa esperanza y dejar que la realidad lo reclamara.

Mientras el anciano asentía satisfecho, Suho cerró los ojos, y por un instante, en la oscuridad de sus párpados, aquella silueta etérea volvió a aparecer. Tan real… y tan imposible.

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La noticia le fue entregada en los jardines del templo, entre magnolias en flor y el murmullo de las fuentes. Elíne había acudido al llamado del Eterno con el corazón acelerado, sin sospechar que su vida cambiaría en un instante.

—Elíne —dijo el anciano, con voz solemne— He tomado una decisión. Suho y tú unirán sus vidas en matrimonio, ya hable con él, esta de acuerdo.

Por un momento, creyó haber escuchado mal. Sus labios entreabiertos dejaron escapar un suave jadeo, y el brillo en sus ojos azules se encendió como dos piedras preciosas al sol.

—¿Lo… lo dice en serio? —su voz temblaba entre incredulidad y alegría.

Elíne giró hacia Suho, que estaba allí, de pie, con la postura recta y el rostro contenido. Ella lo miraba como si por fin el universo hubiese conspirado a su favor, como si cada plegaria secreta hubiese sido escuchada.

—Suho… —susurró, con la sonrisa más pura y temblorosa que él jamás le había visto— No sabes lo feliz que me hace esto.

El joven la sostuvo con la mirada, consciente de su belleza desbordante, de aquella devoción que se leía en cada gesto. Pero su corazón permanecía en silencio, sin la llamarada que había esperado sentir. Una punzada de culpa lo atravesó; no quería herirla, y aun así, sabía que no podía corresponderle.

Elíne, sin notarlo, se acercó y tomó sus manos entre las suyas, cálidas, firmes, llenas de ilusión.

—Prometo que no te defraudaré —dijo con voz queda, casi un voto— Siempre estuve aquí para ti, y siempre lo estaré.

Elíne cerró los ojos un instante, saboreando su sueño hecho realidad. Suho, en cambio, los apartó hacia el horizonte, buscando en el cielo una respuesta que no llegaba. La figura de aquella mujer imposible volvió a cruzar por su mente, difusa, inalcanzable, mientras las manos de Elíne lo ataban a un futuro que no era el suyo.

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La noticia se expandió como fuego en pradera seca. No habían pasado ni dos días desde el anuncio y ya en los salones de los clanes, en los patios de entrenamiento e incluso en los corredores del templo, no se hablaba de otra cosa: Suho, el intocable, se casaría con Elíne, la nieta del Eterno.




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