Narrador Omnisciente:
Salón del Consejo de Clanes (Reino Oculto).
El salón del Consejo estaba iluminado por antorchas altas, cuyos fuegos parecían agitarse con cada palabra contenida. Los representantes de los clanes se encontraban en sus asientos elevados, envueltos en túnicas solemnes y miradas cargadas de malicia disfrazada de diplomacia. Suho avanzó al centro, su figura recta y su semblante imperturbable, como una sombra que no se deja doblegar por ninguna luz.
El anciano del Clan Veyra rompió el silencio con una sonrisa tan falsa como sus palabras:
—Ah, Suho. El prodigio del Eterno… el joven que ningún rival puede superar. Qué privilegio tenerte aquí.
—Un privilegio, sin duda —agregó otro, del Clan Deyros, entonando cada sílaba con veneno— Nadie encarna tanto poder como tú, y sin embargo… tu clan arrastra una mancha que aún no ha sido lavada.
Suho alzó la mirada, frío, en silencio.
—El dragón —prosiguió el primero, golpeando con suavidad el bastón sobre la piedra— Esa criatura majestuosa que, hace trece años, su clan perdió. El guardián que les fue confiado desapareció bajo su custodia.
Un murmullo cargado recorrió la sala. Algunos fingían pesar, otros apenas ocultaban su satisfacción.
—Será tu deber, Suho —sentenció el portavoz de los clanes, con un brillo cruel en los ojos— Lo buscarás. Lo traerás de vuelta. Y así, tu clan podrá redimirse… si es que puedes lograrlo.
Suho permaneció inmóvil, como una estatua de acero. Luego, su voz cortó el aire, grave y segura:
—Si lo encuentro, el dragón será devuelto solo a mi clan. Ningún otro tendrá derecho ni ingerencia sobre él.
Un estallido de indignación sacudió la sala.
—¡Arrogancia! —vociferó uno.
—¡Ese dragón pertenece a todos! —rugió otro.
—¡No dictarás condiciones aquí! —golpeó un tercero sobre la mesa.
Suho dejó que el tumulto creciera unos segundos, antes de añadir con calma helada:
—Si lo encuentro, será nuestro. Y si no lo hago… podrán llamarlo traición, negligencia, lo que deseen.
El Consejo se sumió en un silencio pesado, como si cada palabra suya hubiese dejado un filo invisible en el aire. Entonces, el más anciano de los clanes sonrió con crueldad, inclinándose hacia adelante.
—Así será. Pero escucha con atención, muchacho: si fracasas, no será solo tu nombre el que arda. Será todo tu clan el que lleve la marca de traidores. Y, para asegurarnos de tu… diligencia, tu querida prometida permanecerá como garantía.
Elíne. Su nombre no fue pronunciado, pero todos sabían a quién se referían.
Suho apretó la mandíbula, aunque su rostro siguió siendo el mismo mármol de siempre. Aquel era el precio de un juego tramposo. El Consejo estaba convencido de que jamás encontraría al dragón, de que era imposible. Pero en su interior, ardía una certeza fría: si había un solo hombre capaz de hallarlo, sería él.
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Las puertas del salón del Consejo se cerraron tras él con un eco metálico que aún vibraba en sus oídos. Afuera, los pasillos parecían más fríos que nunca, como si las piedras mismas hubieran escuchado la sentencia disfrazada de deber que le habían impuesto.
Suho caminaba con paso firme, erguido, sin dejar que en su semblante se dibujara la menor grieta. Cada paso suyo sonaba como el de alguien que no había sido condenado, sino que había aceptado un reto largamente esperado.
Al pie de la escalinata lo aguardaba Elíne, su silueta iluminada por el crepúsculo que atravesaba los vitrales. Su vestido claro parecía beber la luz, pero fueron sus ojos —azules, penetrantes, seguros— los que lo recibieron primero.
—Suho… —su voz no tembló, sino que lo llamó con la calma de quien confía plenamente—. Me han dicho que los clanes estaban reunidos para hablar de ti.
Él se detuvo frente a ella. Sus miradas se encontraron, y en la de Suho había fuego contenido, una certeza que no necesitaba adornos.
—Me encomendaron una tarea —dijo, grave, pero sin rastro de duda.
Elíne inclinó apenas la cabeza, atenta, como si ya presintiera la magnitud de aquellas palabras.
—¿Qué clase de tarea?
Suho dejó que la luz rojiza de los vitrales bañara su perfil antes de responder:
—El dragón. Quieren que lo encuentre.
Un destello cruzó los ojos de Elíne. No fue miedo, sino comprensión. Sabía lo que implicaba esa búsqueda, sabía lo que los clanes pretendían al ponerlo en sus manos.
—Y hasta que lo haga… tú serás su garantía —añadió Suho, midiendo cada palabra como si colocara piezas en un tablero.
Elíne no retrocedió. Al contrario, sostuvo su mirada con una firmeza serena, casi orgullosa.
—Entonces están más ciegos de lo que creí —dijo, con una media sonrisa que no alcanzaba a suavizar su franqueza—. Porque si ellos creen que pueden usarnos como piezas, ignoran que tú siempre juegas para ganar.
Los labios de Suho se curvaron apenas. No era ternura, era reconocimiento: Elíne lo conocía demasiado bien.
Él extendió la mano y rozó la suya, no como promesa vacía, sino como un pacto silencioso entre iguales.
—No dejaré que nada te pase —afirmó, no con dulzura, sino con la seguridad de quien ya había previsto cada movimiento de la partida.
Elíne cerró los dedos sobre los suyos, con la misma confianza con que se toma un arma fiable.
En ese instante, no había cadenas entre ellos. Solo la certeza de que juntos eran una amenaza que los clanes aún no sabían calcular.
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El aire de la noche estaba cargado de bruma cuando Suho descendió los escalones del templo. El silencio del lugar era denso, pero no estaba solo. A un costado, medio oculto en las sombras de una columna, lo esperaba Soren, con los brazos cruzados y la mirada encendida de impaciencia.
—Ya era hora —murmuró apenas Suho se acercó.
El menor lo observó con calma, sin sorpresa. Sabía que Soren no se perdería nada de lo ocurrido en el Consejo.