El Reino Del Silencio

CAPÍTULO 1 El llamado al silencio

De un mundo silencioso, una joven emergió sin escuchar siquiera su propio aliento. Sin saberlo, aquel instante marcaría el comienzo de una travesía destinada a no ser olvidada jamás...

En un mundo desértico y sin eco, donde el viento parece haber olvidado su voz, existe un lugar al que pocos recuerdan haber llegado. El Reino del Silencio donde la imaginación es un delito y la creatividad pertenece a los recuerdos prohibidos.

Las emociones, antaño libres... han sido convertidas en sombras obedientes. Son los antiguos latidos del alma, ahora convertidos en verdugos de sí mismos.

En ese mundo no hay música, ni risas, ni colores. Sin amaneceres pasteles y atardeceres cálidos. Todo existe en cenizas suspendidas en el aire asfixiante y polvos grises que cubren los pasos de quienes caminan sin mirar, sin sentir, sin recordar el rumbo. El olvido de un propósito el sentido, la llenura del vacío y la soledad que alimenta en cada susurro.

Aquí en este Reino silencioso, oscuro, olvidado. Por primera vez una joven despierta abre sus ojos sin motivo, sin sueños ni el recuerdo de su alegría, de su música. Solo la sensación del dolor, la perdida, el vacío en su corazón, sus colores eran grises todo se tornaba obscuro.

Ella no recordaba haber viajado, ni haber deseado despertar en un desierto sombrío, solo sabía que una vez soñó con estrellas, mares azulados y nubes rosadas.

Su vida anterior estaba llena de luz, amor, colores... armonías celestiales y risas danzantes en constelaciones ancestrales. Constantemente tenía sueños mágicos llenos de asombro y alegría con propósito claro en cada amanecer iridiscente.

Su mundo era un canto: los ríos hablaban, las flores respondían con notas, y los astros la miraban con ternura. Pero un día, esta pequeña joven durmió… profundamente sin deseos de despertar y la intención de olvidar.

Cuando finalmente abrió los ojos, su respiración encontró el peso del silencio ya no había sonidos, ni voces, ni reflejos. El aire mismo parecía tener miedo de moverse. Tan confusa, se incorporó lentamente y comenzó a caminar por la arena pálida.

En cada paso se sentía el hundimiento de un territorio nuevo distinto a lo que ella conocía, sin nombre, a lo que le sucedía.

A lo lejos creyó ver sombras, pero no supo si eran montañas o ruinas. Su mente estaba nublada, cansada y su corazón perturbado, como si algo invisible la estuviera observando desde dentro.

El horizonte se tornó opaco y, entre la bruma, apareció una ciudad. Sus torres no brillaban, sus calles no tenían ruido, y la gente —si se les podía llamar así— se movía como espectros grises, sin expresión.

Nadie hablaba, nadie miraba al cielo. Esta pequeña joven que no sabía cómo recordar su propio nombre sintió entonces un vacío inmenso. Venía de un mundo donde todo era vibración y color; ahora, caminaba entre seres que ni siquiera recordaban cómo llorar.

Intentó preguntarles dónde estaba, pero sus labios no emitieron sonido alguno. Su voz había sido robada por el aire, y en sus pensamientos el impulso de pronunciar su propio nombre.

Fue cuando uno de aquellos habitantes se le acercó con sutileza y la tomó del brazo con suavidad mecánica, fría y engañosa. Sin pronunciar ni una sola palabra, la condujo hacia un grupo de figuras cubiertas por velos de polvo grisáceo.

Esta joven que intentaba recordar su propio nombre no se pudo resistir al llamado silencioso de aquel lugar. No comprendía, solo observaba los gestos precisos, le asignaron un espacio y una tarea.

Todo se tornó simple, sin nada exasperante, solo el mover piedras, limpiar cristales opacos, repetir movimientos sin sentido y ordinarios. Con cada gesto, sentía que algo dentro de ella se marchitaba perdiendo casi por completo el recuerdo de cómo se llamaba.

El silencio se metía en sus pensamientos como un humo espeso. Comenzó a sentir emociones que no conocía: soledad, decepción, tristeza. Cada una de ellas se materializaba frente a ella en formas difusas.

Sombras con ojos apagados de aquello que la vigilaba mientras trabajaba. Eran las emociones esclavizadas del reino, guardianas de la calma obligada y el deseo de olvidar cada recuerdo por completo.

La joven ex sonadora, que venía de un mundo donde el alma era un canto, comprendió con terror que allí nadie soñaba. Y que si no encontraba pronto una forma de recordar quién era, terminaría convertida en una más de esas figuras sin voz.

El viento siguió callado mientras el Reino del Silencio la había recibido con los brazos abiertos y sin saberlo aún, también la habían elegido.

Cuando la pequeña joven comenzó a internarse entre las ruinas, descubrió que aquellas estructuras parecían antiguas moradas derrumbadas por el tiempo. Las columnas estaban cubiertas de polvo gris, y en cada pared rota había fragmentos de espejos agrietados que reflejaban una luz opaca, casi enferma.

Los espejos no estaban allí por azar, parecían vigilantes silenciosos, testigos de algo que había ocurrido mucho antes de su llegada. Al caminar por los pasillos rotos, la pequeña notó que las superficies no reflejaban solamente su imagen, sino que detrás de cada espejo, había algo como atrapados en su interior.

Eran habitantes espectros, figuras grises, translúcidas, de diferentes tonos grises opacos, suspendidas como si respiraran dentro del cristal. No la miraban directamente, pero sus movimientos seguían los suyos, como si el reflejo tuviera vida propia, oscura y tenebrosa.

El aire se volvió más denso, la arena del suelo se mezclaba con ceniza, y la luz que entraba por los huecos de las paredes temblaba como si temiera tocarla. Entonces esta joven se aferraba a ese pensamiento de recordar su nombre, solo ese pensamiento tocaba una y otra vez la puerta de su mente con la poca fuerza exhalo un suspiro y dijo:

—Yadara... Soy Yadara

Ella vio una sombra moverse entre los escombros. No era como las demás, tenía forma humana, aunque su cuerpo parecía hecho de humo sólido. Sin siquiera pensarlo, la siguió, sus pasos resonaron sin sonido ni vibracion, solo con el eco mudo de su respiración acelerada.




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