El Reino Del Silencio

CAPÍTULO 4 : La llama de la ira

No es fuerza lo que nace, sino memoria... el dolor que se niega a morir. Y donde hay memoria, aún queda un latido capaz de incendiar las tinieblas.

El silencio del Reino amaneció igual que siempre: opaco, sin dirección. Pero algo había cambiado en Yadara.

La sombra que custodiaba su habitación lo notó enseguida. Sus ojos, antes apagados, ahora tenían un brillo extraño e inquietante.

No era luz todavía, pero tampoco oscuridad. Era una chispa. Yadara se levantó sin esperar órdenes.

Las demás figuras seguían el mismo recorrido de siempre: pasos lentos y rostros vacíos.

Ella los observó y sintió un temblor en el pecho. No era miedo; era indignación.

Verlos moverse así, sin pensar, sin emoción, sin alma, la llenó de un fuego que no comprendía.

Cada mirada perdida, cada respiración apagada, era un recordatorio de lo que ese lugar le estaba robando…

Mientras todos se reunían en el salón, Yadara permaneció de pie.

El mismo plato gris apareció frente a ella. Las sombras caminaban entre las filas, vigilando que nadie rompiera el orden.

Ella no se movió.

La sombra la observó desde lejos, con cautela, como el cazador que vigila a su presa a punto de correr…

Dentro de ella, el silencio comenzó a retorcerse. Primero fue un calor en el pecho; luego, una presión que subía hasta la garganta. Las luces del salón parecían vibrar, como si respondieran a esa energía contenida.

La joven apretó los puños. Sintió que algo rugía dentro, una emoción que llevaba demasiado tiempo dormida.

—¿Por qué aceptan esto?

—¿Por qué nadie grita?

—¿Por qué todos parecen conformes…? ¡Ya no lo soporto!

El fuego del enojo comenzó a crecer. No era simple rabia: era el rechazo a la tristeza impuesta, a la resignación.

Ella comprendió que ese lugar no solo apagaba emociones: las reemplazaba. Le daba tristeza a quienes alguna vez tuvieron alegría. Les daba miedo a quienes alguna vez amaron.

Y en ella… intentaba imponer obediencia y sometimiento.

—¡Basta! —gritó sin darse cuenta.

El sonido fue débil, pero suficiente para que las sombras se volvieran hacia ella.

Una de ellas se acercó con pasos lentos. Su voz resonó dentro de la mente de la joven.

—Calma… No hay razón para alterarte.

—Sí la hay… —respondió la pequeña joven—.

—Hay miles de razones…

—¡Este lugar está muerto! ¡Es triste, me asfixia, no hay color!

Las sombras se detuvieron. El aire pareció detenerse también, y una energía invisible comenzó a moverse, tensa, cargada de temor…

Entonces, la primera sombra intentó sujetarla. Su cuerpo se alargó como una ola oscura que envolvía su brazo, pero ella la apartó con fuerza.

El contacto fue como chocar con humo caliente. Sus dedos ardían, pero no retrocedió.

—No quiero tu tristeza —dijo entre dientes—.

—¡No la quiero!

El fuego en su pecho se expandió. Sus emociones, reprimidas tanto tiempo, estallaron.

La ira y el coraje tomaron forma: un resplandor rojizo que se extendía desde su corazón hasta sus manos.

La sombra retrocedió, sorprendida. No estaba acostumbrada a que alguien devolviera la energía…

Ella respiró hondo, sintiendo que cada inhalación traía consigo recuerdos: el color del cielo, la risa de alguien, el sonido de un río…

Cosas que el silencio había intentado borrar. Pero en esa memoria la llama se encendía aún más.

Las demás sombras comenzaron a rodearla. Su tono engañoso y amable dejó de percibirse como tranquilo; ahora era amenazante.

—Ríndete —ordenaron todas a la vez—.

—No puedes luchar contra lo que eres.

—Eres una sombra más…

Ella las miró con firmeza. Por primera vez, no tuvo miedo. Su voz salió clara, fuerte y vibrante:

—¡No! ¡No soy una sombra y no pertenezco aquí…!

—¡Soy lo que ustedes jamás recordarán…!

El aire estalló con un sonido seco, como un trueno dentro de una cueva. Las luces del salón titilaron violentamente y, por un instante, las paredes temblaron. Las sombras se replegaron, confundidas.

La joven cayó de rodillas, agotada, pero con el corazón encendido. Había desafiado al Reino. Y el Reino lo había sentido. El fuego se calmó poco a poco.

La sombra principal se acercó, furiosa y temerosa a la vez. No la atacó.

Solo murmuró, antes de desaparecer entre la penumbra:

—El silencio no olvida a los que gritan.

La pequeña joven respiró con dificultad.

El aire sabía a ceniza, pero también a libertad.

Sus manos aún ardían, y en ellas había quedado grabado un brillo leve, como el reflejo de una llama. No entendía qué acababa de pasar, pero lo sabía: esa ira era su fuerza, y ese fuego, su única verdad.

El estallido había sacudido el salón. Durante un instante, todo quedó inmóvil: las sombras se detuvieron, el aire vibró y los rostros grises de los demás prisioneros se volvieron hacia Yadara, desconcertados.

Nadie había visto nunca algo así: una chispa de fuego en un lugar donde el fuego no existía.

Entonces, las sombras reaccionaron. De entre los muros surgieron más figuras oscuras, gruesas y densas, que la rodearon en cuestión de segundos.

Antes de que pudiera moverse, una de ellas extendió su brazo de humo y la envolvió por completo.

El calor en su pecho se resistió, pero el cuerpo ya no respondía. El fuego se apagaba poco a poco.

—Llévenla —ordenó una voz grave y profunda que no provenía de las sombras comunes.

El suelo tembló bajo sus pies.

Ella fue arrastrada por un pasillo oscuro, sin saber adónde la llevaban.

Las paredes parecían cerrarse, vivas, pulsando al ritmo del silencio. Los murmullos de los otros prisioneros se desvanecieron.

Solo quedaba el eco de su respiración. El pasillo terminaba en una gran cámara. Allí, la oscuridad era más densa, casi tangible. En el centro, un trono de piedra negra se elevaba sobre una base de sombras que se movían como un mar.




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