El dolor abrió la herida, pero fue la memoria del amor quien encendió la chispa... incluso en la oscuridad, el corazón recuerda cómo arder.
El calabozo estaba tan frío que el aire parecía tener peso. Las paredes eran de piedra húmeda, cubiertas de un brillo pálido que no reflejaba nada. Allí no existía el tiempo; el silencio era tan absoluto que podía escucharse respirar a las sombras que la custodiaban.
Yadara yacía en el suelo, encadenada, con los brazos cruzados sobre el pecho donde la Reina la había tocado. El lugar olía a hierro y a soledad. La Reina la había enviado allí para que se apagara.
Las sombras sabían lo que debían hacer: mantenerla débil, silenciosa, inmóvil. Cada vez que Yadara intentaba moverse, un murmullo oscuro se deslizaba por las paredes, recordándole su fragilidad.
Pero la herida en su pecho no sangraba. Ardía. Era un fuego que dolía, pero que no quería morir.
Entonces empezaron los recuerdos. Primero vinieron las sombras del pasado: momentos rotos, despedidas, pérdidas. Las imágenes aparecían frente a ella como reflejos líquidos suspendidos en el aire.
Su mente la arrastró a los días en que el mundo tenía color, a los rostros que alguna vez la hicieron reír. Y cada uno de esos recuerdos traía consigo una doble sensación: el dolor y la ternura.
Recordó risas, manos cálidas, abrazos, una voz que la llamaba por su nombre con amor infinito.
Esa voz… esa voz era la de su padre.
—Te amo, Yadara —escuchó en su memoria—.
—Nunca olvides que el amor que te di no puede morir.
—Ni siquiera aquí.
Las lágrimas comenzaron a correrle por las mejillas, silenciosas y tibias. El dolor era tan fuerte que le dobló el cuerpo, pero en medio de ese sufrimiento, algo dentro de ella se mantuvo en pie.
El amor de esos recuerdos no era un eco lejano: era una energía viva, latiendo en cada fibra de su ser.
El calabozo desapareció por un instante, y frente a ella apareció el mar.
Un mar azul profundo, inquieto, vivo.
Las olas eran altas, más grandes que su cuerpo pequeño, avanzando con un rugido alegre que hacía vibrar la arena bajo sus pies.
Su padre estaba allí, descalzo, con el cabello revuelto por el viento y los brazos abiertos.
—Vamos, pequeña —decía sonriendo—. La ola no viene a asustarte… viene a jugar contigo.
Pero ella recordaba su miedo. Ese mar inmenso parecía demasiado fuerte. La espuma le golpeaba los tobillos como una invitación peligrosa.
Su padre la tomó de las manos, cálido, firme, y la llevó más adentro.
—¿Lo sientes? —susurró—. El mar respira igual que tú.
—Cuando venga la ola, no luches contra ella… salta con ella.
La primera ola la levantó tanto que sintió que volaba.
La segunda la hizo reír.
La tercera la revolcó por completo.
Recordó el giro del mundo bajo el agua, la sal en la nariz, el burbujeo en los oídos… y luego la mano de su padre, fuerte, segura, devolviéndola a la superficie.
—No pasa nada —dijo él—. Las olas solo te tumban si te quedas quieta.
—Flota… respira… y vuelve a levantarte.
Ese día aprendió a flotar. Él la sostenía por la espalda mientras ella miraba el cielo.
La espuma le cosquillaba los oídos, el sol le calentaba la cara, y el viento tenía olor a sal y alegría.
—Recuerda esto, hija —le dijo él—: Cuando tengas miedo, respira como aquí, en el mar.
—El miedo no es un enemigo… es una ola. Y tú naciste para atravesarla.
La pequeña río, chapoteó, lo salpicó, y él fingió enojarse.
Luego la cargó en sus hombros.
Ese día fue uno de los días más felices de su vida.
Y ahora, en la oscuridad del calabozo, ese recuerdo ardía como un sol.
Las sombras, que la vigilaban desde los rincones, la observaban con atención. Podían sentir su tormento, la angustia que se filtraba como una corriente densa.
Para ellas, eso era todo lo que existía: el dolor, la tristeza, la desesperación. Lo anotaban, lo registraban, lo alimentaban.
No comprendían que, detrás de cada lágrima, había algo que escapaba a su entendimiento. Porque Yadara, sin saberlo del todo, estaba absorbiendo el amor escondido en sus heridas. Cada imagen que la Reina había liberado para destruirla se convertía ahora en raíz y fuerza.
Era dolor, sí, pero también recuerdo, y en ese recuerdo había belleza.
El calabozo comenzó a cambiar. No físicamente, sino en su percepción.
Donde antes solo veía oscuridad, empezó a notar una leve claridad alrededor de ella. No era una luz que se viera con los ojos, sino una sensación de calor, de compañía.
Era como si las voces de quienes la habían amado la rodearan, repitiendo entre susurros las mismas palabras:
—No te rindas…
—Estamos contigo…
—El amor también es una llama…
Las sombras se inquietaron. Podían sentir el aumento de energía, el pulso creciente que salía del cuerpo de la muchacha.
Pero confundieron ese brillo interno con un incremento de su sufrimiento. No entendían que lo que crecía no era el dolor, sino el amor que lo trascendía.
La joven apretó los ojos, dejando que las lágrimas fluyeran sin resistencia. Sintió miedo, sí, pero también una paz desconocida. Por primera vez comprendió que no debía huir del dolor, sino atravesarlo.
Dentro de él vivían todas las voces que había querido, todas las promesas que creía perdidas. Y cuando inhaló profundamente, por primera vez en mucho tiempo, el aire ya no le supo a hierro. Le supo a vida.
El silencio del calabozo siguió allí, intacto. Pero algo invisible estaba despertando.
Ella, todavía encadenada, levantó la mirada. Las sombras seguían sin comprenderlo, pero lo sentirían pronto: El amor también podía ser fuego.
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Editado: 05.12.2025