En un mundo silencioso, una joven emergió sin escuchar siquiera su propio aliento. Y sin saber, el instante que marcaría el comienzo de un viaje inesperado.
En un mundo desértico y sin eco, vive el viento olvidado, sin voz. Un lugar al que pocos recuerdan haber llegado.
El Reino del Silencio, donde la imaginación es un delito y los sonidos pertenecen a los recuerdos prohibidos.
Los sentimientos se esclavizaron… y el último aliento de su pueblo se desvaneció en sombras obedientes y leales al vacío de sus murmullos.
Son verdugos de sí mismos. Y de todas las almas perturbadas.
En ese mundo no hay música, ni risas, ni colores; mucho menos los olores.
No existen amaneceres pasteles ni atardeceres cálidos.
Todo existe en cenizas cobrizas, suspendidas en el aire asfixiante.
Polvos grises que cubren los prados de aquellos que caminan sin observar, hablan sin sentir, piensan sin rumbo.
El olvido es un propósito… y los sentimientos, un vacío eterno.
La soledad es alimento continuo para todos sus habitantes.
En la oscuridad de este reino silencioso y olvidado, una joven emerge del suelo árido.
Yadara abre los ojos sin entender por qué el mundo parece apagado.
Su respiración se eleva débil, como si buscara un sonido que no existe.
Se incorpora con dificultad, tambaleándose. Y es entonces cuando lo ve:
Un árbol viejo, retorcido, casi petrificado. Su corteza está cuarteada… como si hubiese sido consumido por siglos de silencio.
Pero aun así se mantiene de pie.
Yadara apoya su mano sobre la madera fría.
Un temblor leve recorre el árbol.
—¿Y ahora…? —susurra ella—. ¿Por qué siento tanta pereza? No recuerdo nada… ni siquiera mi sueño. Qué extraño me siento… ¿Dónde está mi alegría? No escucho música… Todo es silencio. Ni siquiera el viento…
La corteza cruje lentamente.
Como si despertara.
Y, de pronto, una voz áspera y antigua emerge desde su interior:
—Si esperas escuchar algo… aquí nadie escucha nada, pequeña.
Yadara retrocede un paso, sorprendida. Observa el tronco seco, la madera agrietada, pero no hay boca, ni rostro, ni ojos.
Solo… la voz.
—¿Quién… habla? —pregunta ella, aferrándose a su pecho.
El árbol suspira como si la palabra le doliera.
—Yo. Este viejo tronco al que todos olvidaron… igual que tú.
El desierto silencioso era frío, sombrío, sin vida. Y el árbol… ese árbol casi muerto que tenía frente a sí… le erizaba la piel.
Algo en él estaba demasiado vivo para estar tan seco. El árbol fue el primero en romper el silencio: su voz áspera se deslizó como polvo en el aire.
—Niña… aquí ya no vas a soñar con estrellas ni mares azulados. Olvídate de tus nubes rosadas.
Cada palabra golpeó su corazón con un recuerdo suelto, como si el árbol tocara hilos que ella no sabía que existían.
—Mi vida estaba llena de luz —dijo Yadara en un susurro quebrado—. Llena de amor… de colores… amaba la música. Eran sonidos celestiales… y sentía alegría.
El árbol inclinó su cuerpo viejo, crujiente.
—Sé a lo que te refieres —respondió, con un tono que mezclaba nostalgia y derrota—. No siempre fui lo que ves ahora. Antes podía ver las estrellas… parecían constelaciones ancestrales desde mis ramas verdes. Pero ahora… —sus hojas secas temblaron— todo es sombrío. Todo es gris. Y yo estoy seco.
Yadara lo miraba sin comprender, desconcertada, tratando de asimilar por qué estaba allí…
por qué alguien la habría enviado a un exilio que jamás pidió.
El árbol inclinó su tronco seco, sus ramas crujieron como si recordaran algo que dolía.
Su voz volvió a surgir, lenta y desgastada:
—Constantemente tenía sueños mágicos… llenos de asombro y alegría. En cada amanecer iridiscente sabía cuál era mi propósito. Mi mundo era un canto: los ríos hablaban y las flores respondían.
Yadara sintió un leve temblor en el pecho. Esa descripción… parecía tocar algo que ella también había conocido, aunque no lograba recordarlo por completo.
El árbol continuó, su voz quebrándose como corteza:
—Existían melodías con notas mágicas… y los astros miraban a cada criatura con ternura.
Pero un día… —sus ramas se encogieron de dolor— todo cambió.
Yadara contuvo la respiración. El aire se volvió más frío.
—En un sueño —susurró el árbol— llegó una mujer.
Una mujer llena de dolor… llena de sufrimiento.
Las palabras parecieron clavarse en Yadara como espinas.
—Ella lo absorbió todo —continuó el árbol—.
—La luz, la música, los colores…
—Y lo convirtió en esta desolación.
Sus ramas secas temblaron como si recordaran un llanto que no podía sonar.
—Nos convertimos en la sombra de su naturaleza.
El árbol bajó un poco sus ramas, como si compartiera un secreto prohibido.
—Esa mujer… —su voz se volvió más tenue— no volvió a despertar de su sueño.
Las palabras cayeron como ceniza caliente en el pecho de la joven. Algo dentro de ella reaccionó: un latido extraño, antiguo, como si su cuerpo reconociera esa verdad incluso sin comprenderla.
—Su dolor se quedó aquí —continuó el árbol—.
—Y cuando una emoción no encuentra salida… se expande.
—Lo cubre todo.
—Lo consume todo.
—Una ráfaga helada recorrió el desierto silencioso.
—Se apropió de este reino sin querer hacerlo —susurró el árbol—.
—Se convirtió en la Reina del Silencio. Y desde entonces… quienes duermen con pesadumbre llegan aquí... pero pocos despiertan.
Yadara sintió un escalofrío recorrer sus manos. De pronto, el silencio del lugar se volvió personal. Casi íntimo.
—¿Y yo? —preguntó, con la voz trémula—.
—¿Por qué estoy aquí?
El árbol no respondió de inmediato. Sus ramas crujieron, incómodas.
—Porque tu corazón sonó demasiado fuerte en el mundo de afuera —dijo al fin—.