El misterio de la magia nos toma de sorpresa.
La arena seguía golpeándole los tobillos, áspera, fría, como si quisiera empujarla hacia atrás.
Yadara avanzaba, aun así, respirando con dificultad, cuando escuchó algo imposible en aquel reino:
Un chasquido.
Ligero. Burlón. Como si alguien tronara la lengua para regañarla.
—Tsc, tsc, tsc… —sonó detrás de ella.
Yadara se giró de golpe. Nada. Solo el viento sin voz.
Dio un paso más.
—Ay, por las sombras viejas… ¿es que no ves por dónde caminas? —dijo una voz ronca, cargada de fastidio teatral.
Yadara sintió un escalofrío subirle por la columna.
Hasta que lo vio.
Sobre una roca alta, oscura, se posaba un cuervo de plumas iridiscentes, que cambiaban entre azul profundo y negro estelar. Sus ojos… no eran normales.
Brillaban como dos lunas diminutas.
El cuervo ladeó la cabeza.
—¿Qué pasa, niña? ¿Nunca has visto a un ser excepcionalmente magnífico antes? —dijo hinchando el pecho—. No te culpo. Pocos tienen el honor.
Yadara retrocedió un paso, confundida.
—¿Tú… hablas?
El cuervo bufó.
—¿Y tú piensas? Caray… ¡sorpresas que da este reino!
La joven frunció el ceño, sin saber si asustarse o enojarse.
—¿Quién eres?
El cuervo se bajó de la roca con un salto elegante. Sus plumas brillaron como si atraparan luz de ninguna parte.
—Digamos que… soy un mensajero. Un guía custodiado. Un vigilante obligado. —Hizo una pausa dramática—. Una víctima de órdenes que no pedí, pero que debo cumplir.
Se acercó un poco más.
—Te estoy siguiendo desde que despertaste, niña. No por gusto, créeme. Pero ya que estamos aquí… será mejor que no te mueras. Sería un papeleo espantoso para mí.
Yadara abrió la boca para protestar, pero el cuervo alzó un ala.
—Shh. No hables. Aún no estás lista para escuchar ciertas cosas… pero algunas sí.
El viento sin voz se detuvo un instante. El cuervo bajó la voz.
—No estás sola, Yadara. Aunque este reino quiera devorarte… alguien te está observando.
Alguien que escucha tu corazón incluso cuando tú no puedes.
Las plumas del cuervo temblaron, como si contuvieran magia antigua.
—Y para tu mala suerte… ese “alguien” me envió a cuidarte.
Yadara lo observaba con cautela.
Corvún caminaba en círculos sobre la roca, inflando el pecho como si practicara un discurso que había estado esperando decir desde hacía años.
—Supongo que quieres saber qué soy, ¿verdad? —bufó—. Siempre la misma mirada en todos los recién llegados… “¿por qué este pájaro habla?”, “¿por qué sabe mi nombre?”, “ay, qué miedo, un cuervo mágico” ...
—Drama, drama, drama. —Yadara frunció el ceño—. Es que… nunca había visto a alguien como tú.
El cuervo detuvo su paso, levantó una pata dramáticamente y dijo:
—Niña, te voy a decir algo que no repetiré dos veces… porque la burocracia cósmica me prohíbe revelar más de lo permitido.
—¿Listo tu corazón? Porque tus oídos aún no están.
Yadara asintió con torpeza. Corvún se aclaró la garganta.
Su voz bajó un tono; ya no era burlona… era antigua, vibrante, casi sagrada.
—Yo… no siempre fui un cuervo.
El viento del desierto se detuvo. Hasta la arena pareció escuchar.
—Yo nací en Luminara —continuó—. En un lugar donde la luz se siente, donde los pensamientos vuelan… literalmente.
Fui una mariposa blanca. Una de las mariposas de mensajería del Maestro Sabio.
Un pensamiento vivo. Una chispa de él.
Yadara abrió los ojos con asombro, y Corvún alzó un ala como quien pide silencio.
—No te emociones. No soy un ángel ni nada de eso. Yo era… cómo decirlo… una especie de correo mágico. Eso sí, ¡muy elegante! —sacudió las plumas—. Pero cuando vine aquí, este reino hizo lo suyo.
La luz no sobrevive intacta en lugares rotos… así que me convertí en esto.
Se miró a sí mismo con resignación teatral.
—Un cuervo. Negro. Sarcástico. Innecesariamente dramático. Pero con muchísimo estilo.
Yadara soltó una risa débil, la primera en ese mundo sin sonido. Corvún la miró de reojo.
—No te acostumbres a verme simpático. Este reino me altera.
—¿Y por qué viniste… si allá eras luz? —preguntó Yadara con voz suave.
La mirada del cuervo cambió. Se volvió más profunda, más antigua.
—Porque alguien me llamó —susurró—.
—Un corazón muy ruidoso… demasiado.
—Y el Maestro lo escuchó.
—Él siempre escucha.
Yadara sintió un golpe de calor en el pecho. Una vibración pequeña, pero viva.
—¿El Maestro… te envió por mí?
Corvún saltó hacia un lado como si ella hubiera dicho algo indebido.
—¡Ay, niña, niña! Yo no dije eso.
—No pongas palabras en mis alas o estaría en problemas… enormes problemas.
—Normas universales. Códigos astrales. Mucho papeleo, ¿sí?
—Pero digamos que… —le guiñó un ojo de forma cómplice— alguien allá arriba no te quiere perdida.
Yadara se quedó en silencio y Corvún bajó la voz.
—Y yo tampoco.
Un segundo después volvió a su tono habitual:
—¡Pero no te emociones! No lo digo por cariño, sino porque si te pasa algo, tengo que llenar formularios mágicos larguísimos. ¡Ah! Y detesto escribir.
Yadara sonrió sin querer. Corvún infló las plumas.
—Anda, camina. No te detengas. El desierto escucha. Y tú… tú todavía no sabes lo que llevas dentro.
Yadara avanzó, dejando atrás al árbol que crujía como un viejo guardián condenado a recordar.
La arena pálida se arremolinaba alrededor de sus tobillos con cada paso, levantándose como si quisiera impedirle continuar. El viento —si es que podía llamarse viento— era apenas un roce seco, un susurro sin voz.
A lo lejos, algo se movió. Una o varias sombras. Ella entrecerró los ojos, intentando distinguir formas entre la bruma cobriza.
¿Montañas?
¿Ruinas?