El alma reconociendo una memoria que aún no alcanza. Pues todo lo que se intenta olvidar… siempre encuentra la forma de regresar.
La puerta se cerró tras ella con un murmullo casi imperceptible.
El aire dentro era más denso, cargado de polvo y de un aroma metálico, como si cada partícula hubiese sido arrancada del tiempo y marcada con sellos de agobio.
La sombra que la había guiado se detuvo frente a una entrada estrecha y, con un movimiento lento, señaló el interior.
—Aquí descansarás —susurró, en un tono que hacía imposible saber si era amenaza, consuelo… o burla.
Yadara cruzó la puerta.
El lugar parecía una habitación, aunque nada en ella evocaba descanso; más bien era una confirmación de una soledad aún más profunda.
Las paredes eran de piedra fría y opaca; la luz provenía de una lámpara suspendida en el aire, un resplandor tenue que titilaba como si estuviera a punto de extinguirse.
En el rincón había una cama sencilla, hecha de algo que no era madera ni metal, sino una mezcla ajena, como si el reino entero estuviera compuesto de materia muerta y seca.
Aun así, había algo más en el ambiente… ruidos lejanos, o quizá ecos que no provenían del exterior, sino de dentro de su propia mente.
Yadara se acercó a una pequeña ventana: una rendija casi invisible que daba a un pasillo con otras puertas.
Susurró para sí misma:
—Este lugar me da miedo… estoy sola. Y esa sombra… me hace doler la cabeza.
—¿Cómo pude trasladarme a este mundo? ¿Será… que estoy soñando? ¿Una pesadilla?
—Al otro lado… hay siluetas humanas. Se mueven despacio… y tienen una luz muy tenue en el pecho.
La voz del espectro, amenazante y cercana, la sobresaltó:
—Esa pequeña luz que ves… pronto se apagará. Ya no alcanza a iluminar ni sus rostros.
—Bienvenida a tu futuro, muchacha.
—Pronto te adaptarás… y serás parte del reino. Solo necesitas tiempo.
Yadara tembló, pero recordó las palabras de Corvun:
“No creas todo lo que te digan.”
Guardó silencio.
Pensó: No diré nada… no todavía. Necesito entender dónde estoy, qué me está pasando… y cómo voy a salir de aquí.
La sombra se marchó sin más.
Cuando el silencio la envolvió, Yadara se inclinó hacia la rendija. La curiosidad, mezclada con un presentimiento inquietante, la obligó a mirar.
En la habitación de enfrente vio a una mujer.
No era anciana, pero su semblante llevaba encima el peso de los años, el dolor acumulado, la tristeza que nunca encuentra voz.
Su rostro era una máscara de soledad callada… una soledad tan profunda que parecía haberse convertido en parte de su piel.
Y entonces, un latido dentro del pecho de Yadara se detuvo.
Esa mujer…
Ese rostro…
Le resultaban inquietantemente familiares.
La observó con detenimiento; algo dentro de ella gritaba que la conocía.
¿Pero de dónde?
¿Del mundo que había olvidado?
¿De un sueño?
¿De una vida que ya no recordaba?
La joven no podía responder.
La sensación era tan intensa que le dolía el pecho, como si un hierro caliente la atravesara.
—¿Quién eres…? —pensó una y otra vez, sin poder pronunciar palabra hacia la mujer.
Mientras Yadara observaba a aquella mujer al otro lado de la rendija, con el corazón golpeando preguntas que no podía pronunciar, algo brilló en el borde de un fragmento de espejo roto que colgaba de la pared.
El cristal vibró. Apenas un segundo… pero lo suficiente para romper el silencio.
Mientras tanto… en “algún lugar” del Reino del Silencio. Corvún estaba sentado dentro de un hueco de roca, en la estructura rota de una antigua torre.
Tenía una postura dramática: alas abiertas, plumas alborotadas, y un cuenco de algo parecido a palomitas grises (quizás eran piedritas crujientes… nadie lo sabe).
Masticaba con frustración.
—No, no, no, ¡otra vez no! —gruñó, viendo a través del espejo holográfico que usaba como pantalla—.
¡¿Cómo es posible que no la recuerde?! ¡¿Pero qué clase de memoria tiene esta niña?!
¡Ay, por las plumas de la Nebulosa…!
Corvún se dio un manotazo en la frente con el ala. Varias plumas salieron volando y él chilló indignado:
—¡NOOO! ¡Mis plumas! ¡Eran mis favoritas! ¡Perfectamente alineadas para lucir misterioso!
Se agachó a recogerlas como si fueran oro puro.
Luego volvió a mirar el espejo, donde Yadara repetía mentalmente ¿Quién eres? ¿Quién soy?
Corvún volvió a explotar:
—¡Pero niña, por favor!
¡ES TU RECUERDO! ¡TUYO! ¡No de ella!
Se levantó, caminando en círculos como un actor que no encuentra libreto.
—A ver, Corvún, respira —se dijo a sí mismo—. Tú puedes. Tú eres un cuervo mágico.
—Bueno… cuervo por fuera. Mariposa por dentro.
—Más o menos. “En proceso”, digamos.
Volvió a asomarse en su espejo.
—Ay, Yadara, por favor… recuerda, aunque sea una pista, UNA, para irnos ya de este reino horrendo… que aquí todo es gris, todo huele raro, y no hay ni un rayo de luz bonito. ¡Ni uno solo!
Se rascó la cabeza con desesperación.
—Y yo, que vine enviado por el mismísimo Maestro Sabio… ¡qué vergüenza daría si supiera que estoy aquí gritando como búho despeinado!
Entonces, un pensamiento lo atravesó.
Corvún se acercó más al espejo y gritó con toda la fuerza que tenía:
—¡¡NIÑAAAAA, RECUERDAAAA!!
—¡Por favor, por favor, por lo que más quieras, RECUERDA ALGO!
Pero, como siempre, su voz no podía traspasar el reino directamente.
Así que el fragmento de espejo en la habitación de Yadara vibró… y una voz distorsionada, tensa y urgente, susurró desde dentro:
—Cállate… cállate… No pienses eso.
—No les creas…
—No olvides quién eres…
La vibración se apagó. Yadara retrocedió, con los ojos muy abiertos.
—¿El espejo… me habló? —susurró.