Entre pasos repetidos y miradas vacías, una pregunta escondida comienza a respirar. Porque incluso aquí, donde nada debería despertar, la memoria insiste en volver...
La luz del Reino del Silencio no era como la de los días. Era una claridad uniforme, sin origen ni dirección, que aparecía de pronto y lo cubría todo. Así comenzaban las jornadas, sin cantos, sin campanas, sin amanecer. Solo ese resplandor gris, que obligaba a repetir lo mismo una y otra vez.
Yadara abrió los ojos. La habitación seguía igual, fría, opaca, inmóvil. El custodio oscuro apareció en la puerta y la señaló con un gesto lento y preciso. Ella entendió lo que debía hacer; no hacían falta las palabras.
Todos se levantaban y seguían el mismo recorrido cada día, tareas que ya conocían de memoria; un ritual exacto, cotidiano y mecánico, sin emoción ni sentido.
El gran salón del Reino inmenso, aburrido, estaba lleno de mesas interminables que formaban hileras perfectas. Cada una estaba cubierta de platos con una mezcla gris y espesa, sin aroma apenas parecida a un alimento, insípido...
Los habitantes se sentaban con precisión, sin mirarse entre sí. Las sombras se deslizaban entre ellos, vigilantes, custodios al acecho, siempre observando que todos cumplieran con su deber.
No se hablaba... Todo era silencio asfixiante.
Yadara tomó asiento, y el plato frente a ella estaba lleno de la misma mezcla insípida. Intentó comer, pero al primer bocado sintió un vacío en el estómago.
No era hambre... era rechazo.
El alimento sabía a olvido; le quemó la lengua y le heló el pecho, como si al tragarlo algo dentro de ella se apagara. Miró a su alrededor...
Todos comían despacio... en silencio, con los ojos fijos en la nada.
Fue entonces fue cuando lo notó; cada persona tenía una luz distinta en el pecho. Algunos emitían un brillo tenue, casi imperceptible; otros apenas conservaban un reflejo azulado o rojizo.
Yadara los observó con atención. Eran luces heridas, fragmentadas, de lo que alguna vez había sido un corazón vivo... y se dio cuenta que ninguna era igual a otra.
El descubrimiento la estremeció, y en su mente no podía contener esos pensamientos intrusivos que ascendían, uno tras otro, sumergidos en una curiosidad que le ardía el pecho.
—¿Por qué brillaban de formas diferentes...?
—¿Por qué algunos parecían apagarse más rápido que otros...?
—¿Por qué estoy en este lugar...? ¿A dónde pertenezco...?
—¿Qué me está pasando...?
Las preguntas ardían dentro de Yadara, pero nadie a su alrededor se inmutaba. Los habitantes seguían sus movimientos lentos, idénticos, tragando la mezcla gris con la precisión de un reloj viejo.
Y entonces… algo imposible ocurrió. Un pequeño puff de polvo se elevó sobre la mesa.
No de forma triste o pesada, como todo en ese reino… sino con un movimiento ligero, casi juguetón. Como si el polvo hubiera decidido bailar.
Yadara entrecerró los ojos, mientras el polvo giró sobre sí mismo…se enroscó… y ¡puf! estalló en un remolino brillante que tomó la forma de una niña diminuta hecha de humo plateado.
La criatura se sentó encima del plato de comida como si ese gris espeso fuera un mullido sillón. Balanceó las piernas —que eran más humo que piernas— y le dedicó a Yadara la sonrisa más traviesa que había visto desde que llegó a ese mundo.
—¡Holi! —susurró dentro de su mente con una voz que sonaba a campanas pequeñas—.
—Uy… qué cara traes, parece que mordiste un limón enojado.
Yadara parpadeó, atónita. La niña de humo infló las mejillas (aunque técnicamente eran nubes) y las cruzó con los brazos, ofendida en broma.
—Ooooh, ya entendí. No es limón… es la comida.
Se inclinó hacia el plato, hizo una mueca exagerada y dijo:
— Puaj… sabe a castigo de escuela mágica... no lo comas.
—Te apaga la luz.
Dio un saltito diminuto, levantando una nubecita brillante.
—Tú no eres de aquí, ¿sabías?
—Por eso te arde el pecho. Tu luz no entiende este lugar aburridísimo.
Yadara sintió un escalofrío. Intentó hablar, pero la niña puso un dedo de polvo en sus labios… sin tocarlos realmente.
—Shhh… no hables. Pensar es más seguro. Y también más divertido.
Hizo un giro sobre sí misma como si estuviera presentándose:
—Yo soy Nara...
Sus ojos de luz chispearon con picardía.
—No me digas que no te acuerdas de mí… ¿en serio?
Frunció los labios como si se indignara y luego guiñó.
—No importa. Yo sí me acuerdo de ti.
—De todo.
—¡Ahí está! ¡Lo viste!
La memoria más chiquita de todas… pero está viva.
Volvió a señalar el plato con una patada de puntapié que no debía ser posible para un ser sin piernas reales.
—No comas eso. Te pone triste y no te deja recordar.
De pronto, una sombra custodio giró la cabeza en dirección a Yadara.
Nara se congeló en el aire. Luego, sin perder la sonrisa, hizo un puff de humo y se ocultó detrás de una servilleta gris.
—Ups… —susurró entre risitas—. Me tengo que ir o me regañan.
—Y no quiero que me desintegren otra vez.
—¡Qué horror!
—Se siente como cosquillas feas.
Y antes de desaparecer, se acercó, flotando, a la oreja de Yadara:
—Te lo prometo… no estás sola.
—Y tu luz… aún respira.
Con un guiño brillante, explotó en millones de motitas plateadas que el aire no debería haber sabido mover.
Pero las movió. Yadara sintió el corazón más vivo que nunca.
El Reino del Silencio no era solo un lugar de encierro; era una máquina que regulaba esas luces, un sistema donde cada emoción debía permanecer bajo control.
El espectro Oscuro apareció detrás de ella... sin hacer ruido.
Su voz comenzó a filtrarse en su mente, suave y falsa, como un hilo oscuro que se desliza... una caricia envenenada que buscaba confundirse con sus propios pensamientos.