El universo respiraba.
Cada aliento suyo era una aurora, cada silencio una eternidad suspendida entre mundos que aún no habían nacido.
Seren flotaba en medio del firmamento, con los pies descalzos sobre un camino hecho de constelaciones. El resplandor de las estrellas danzaba sobre su piel como fragmentos de cristal líquido, y sus ojos reflejaban el fulgor de miles de soles que jamás conocerían la oscuridad.
Ella era una Guardiana Estelar, hija del cielo y del juramento.
Nacida del primer amanecer, su destino era proteger la armonía de los mundos, tejer los hilos del destino, y jamás —jamás— descender a la tierra.
Pero incluso la luz puede sentir curiosidad por las sombras.
A veces, mientras cuidaba las sendas del cosmos, Seren miraba hacia abajo, hacia los reinos mortales donde las almas vivían, amaban, y morían bajo el mismo cielo que ella vigilaba.
Le fascinaban sus risas efímeras, sus lágrimas sinceras, la intensidad con la que amaban aunque el tiempo los devorara.
En el silencio del infinito, ella deseó… comprenderlos.
Aquella noche, el cielo se estremeció.
Una constelación —la de Elyar, el Guardián del Alba— comenzó a desvanecerse, devorada por una sombra que no pertenecía a ningún rincón del firmamento.
Los hilos del destino se quebraron, y un rugido atravesó los cielos como un grito antiguo.
Seren sintió miedo.
Las sombras no debían existir en el Reino de la Luz.
Y sin embargo, allí estaban: un recordatorio de que hasta la eternidad podía pudrirse desde dentro.
—Seren de Lirae —dijo una voz profunda, vibrando entre las estrellas.
Era Lorian, el Caído. El guardián que un día desafió las leyes y fue exiliado al vacío.
Su silueta emergió de la oscuridad, con alas desgarradas y ojos como eclipses.
—Sigues mirando hacia abajo, pequeña luz —susurró, acercándose—. ¿Cuánto tardarás en caer tú también?
Seren retrocedió, sintiendo el pulso de su corazón celestial temblar.
—No caeré. Mi deber es proteger.
—¿Proteger? —Lorian rió suavemente—. Entonces dime, ¿a quién salvarás cuando las estrellas comiencen a morir?
—…
—Míralos, Seren. Los mortales suplican bajo la guerra. El príncipe del Reino de Aeryon implora por su gente. ¿Acaso tu luz no nació para salvar?
Seren miró a través del velo, hacia el mundo de los humanos.
Vio una ciudad envuelta en fuego, un joven de mirada triste alzando su espada bajo la lluvia de ceniza.
Eidan Valorys.
Su nombre vibró en su alma como si lo hubiese conocido desde siempre.
Y en ese instante, el juramento se quebró.
La luz que debía mantenerse pura descendió.
Una estrella cayó del cielo, cruzando los reinos en un estallido de plata.
Los dioses temblaron, las sombras sonrieron…
Y el destino del cielo y la tierra cambió para siempre.
“Porque incluso una estrella puede amar.
Y cuando lo hace… arde hasta consumirse.”