El Reino entre las Estrellas

Capítulo 1: La Caída de una Estrella

El silencio la envolvía.
No el silencio del cielo, donde las estrellas cantaban en susurros invisibles, sino un silencio denso, pesado… terrenal.

Seren abrió los ojos.
La luz ya no era dorada ni pura. Era gris.
Nubes cargadas de tormenta cubrían un cielo extraño, y la brisa que rozó su piel llevaba el aroma húmedo de la tierra. Tierra real.

Intentó incorporarse, pero su cuerpo pesaba como piedra.
En el Reino de la Luz, ella no tenía forma sólida; era solo energía, un reflejo de la esencia divina.
Ahora, en cambio, tenía manos, un pulso, un corazón que latía con fuerza desconocida.

—¿Dónde estoy…? —susurró, su voz temblando con un eco humano.

Sus dedos tocaron el suelo cubierto de hierba, húmeda y fría.
Cada gota de rocío le recordó que había cruzado una frontera prohibida.
Había caído.

Y el cielo estaba en silencio.
Ninguna voz divina respondía. Ningún canto celestial la guiaba.

Un escalofrío recorrió su espalda.
Por primera vez desde su creación, Seren estaba sola.

Miró hacia el horizonte.
Ante ella, los restos de una batalla reciente ennegrecían la colina: lanzas rotas, estandartes desgarrados y el humo que aún serpenteaba hacia el cielo como plegarias no escuchadas.

La guerra.
Lorian tenía razón: los mortales se destruían entre sí bajo el mismo firmamento que ella custodiaba.
Y entre aquel caos… una voz.

—¡Aguanten la línea! —rugió alguien desde la distancia.

Seren se volvió.
A lo lejos, vio a un grupo de soldados cubiertos de barro y sangre, resistiendo contra un enemigo invisible en la bruma.
Y en medio de ellos, un joven alzó su espada, su armadura reflejando los últimos destellos del crepúsculo.

Él.

Eidan Valorys.

La visión que había visto entre las estrellas.
El príncipe que el destino marcaba para morir.

Su pecho se agitó sin entender por qué.
Era un simple humano… y sin embargo, su luz interior ardía con fuerza, como si en su alma hubiese una chispa de cielo.

Cuando un proyectil voló hacia él, Seren no pensó.
Extendió su mano.

La energía celestial se encendió en su interior como un sol dormido, y una onda de luz atravesó el aire, desintegrando la flecha antes de que lo tocara.

El campo de batalla se detuvo.
Todos miraron a la colina.
Allí, de pie, con el cabello blanco como la luna y los ojos resplandecientes, una mujer luminosa acababa de desafiar las leyes de la tierra.

Eidan alzó la mirada, atónito.
Y por un segundo, creyó estar viendo un milagro.

“Una estrella…” murmuró. “Ha caído una estrella.”

El tiempo se detuvo.
El destino, silencioso, volvió a tejer sus hilos.

Y el amor, aún sin nombre, encendió su primera chispa en medio de la guerra.

El joven príncipe retrocedió unos pasos, incapaz de apartar la vista de la figura que brillaba frente a él.
No era un soldado, ni un mago, ni una criatura que él hubiera conocido en sus sueños de guerra.
Era luz. Pura y absoluta, descendida del cielo.

Seren bajó lentamente de la colina, como si flotara, y cada movimiento suyo iluminaba la hierba húmeda. La brisa jugaba con su cabello plateado, que parecía absorber la última claridad del crepúsculo.
Sus ojos —dos orbes de plata— se encontraron con los de Eidan.

En ellos vio miedo y determinación a partes iguales, un reflejo de los humanos que ella había observado desde lejos.
Y, por un instante, todo el ruido de la batalla desapareció.

—¿Quién eres…? —preguntó él, con voz áspera por la adrenalina, pero cargada de una curiosidad instintiva.

—Soy… —Seren titubeó, sorprendiéndose de tener que hablar con un humano—… alguien que no debería estar aquí.

Eidan frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir con eso?

Ella respiró hondo.
El aire terrestre era más denso, más pesado que el del Reino de la Luz, y sentía cada molécula con una intensidad que la desconcertaba.

—No pertenezco a este mundo —dijo Seren finalmente—. He caído desde las estrellas… y no sé si podré regresar.

Eidan dio un paso hacia ella, intrigado, sin miedo.
—Entonces… ¿eres un ángel? —susurró—. Porque eso es lo único que puede brillar así…

Seren negó con delicadeza, una sonrisa triste curvando sus labios.
—No soy un ángel. Soy… una guardiana. He sido creada para proteger el equilibrio de los mundos. Y ahora, por primera vez, he descendido al vuestro.

Eidan sintió un escalofrío recorrer su columna.
Algo en esa declaración lo inquietaba y lo fascinaba al mismo tiempo.
El corazón le latía con fuerza, como si reconociera algo en ella que él no podía nombrar.

—¿Protección…? —murmuró, inconscientemente acercándose un poco más—. ¿Protección contra qué?

Seren bajó la mirada, viendo los cuerpos caídos en la colina y el humo que se alzaba como plegarias rotas.
—Contra la oscuridad que devora el destino —dijo con suavidad—. Y contra aquellos que no conocen el poder de la luz.

Por un instante, la distancia entre ellos desapareció.
Eidan sintió que podía tocarla, que podía inclinarse y sentir la calidez de algo que jamás había conocido: un halo de seguridad, un resplandor que prometía esperanza incluso en medio del caos.

Sin darse cuenta, ambos dieron un paso más cerca.
La luz de Seren iluminaba cada rasgo de su rostro, y él descubrió que cada gesto suyo, cada palabra, lo atrapaba como un hilo invisible que lo unía a ella.

—Mi reino… —susurró Eidan—. Está ardiendo. Necesito… necesito salvar a mi gente.

Seren levantó la mano, con delicadeza.
No tocó la espada ni la armadura de Eidan, solo extendió sus dedos hacia él.
Una luz suave envolvió sus manos, y el dolor de las heridas que cubrían su brazo desapareció en un parpadeo.

Eidan jadeó.
—¿Qué… qué hiciste?




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