La luna brillaba sobre Nordhaven como un farol colgado del cielo. Era una noche tranquila, como si el mundo se hubiera detenido un momento antes del caos. El castillo, normalmente lleno de movimiento, estaba en silencio. Solo el murmullo del viento entre los árboles y el lejano sonido del mar rompían la calma.
Elara caminaba sola por el jardín de invierno, envuelta en un manto azul oscuro. La nieve caía suavemente, pero no tenía frío. Había fuego en su interior, y no solo el que Kael le enseñó a controlar. Era la certeza de que todo lo que había vivido la había preparado para este instante.
Kael fue el primero en acercarse. Su armadura no brillaba, pero sus ojos sí. En ellos se reflejaba la luna, y algo más... un orgullo silencioso.
—¿Sabes algo curioso? —dijo, rompiendo el silencio—. Siempre pensé que te protegería del mundo. Pero eras tú quien venía a protegernos a todos.
Elara lo miró, con una sonrisa cansada.
—Tú me diste el valor para encender mi fuego. Sin ti, habría sido solo una niña asustada.
Kael negó con la cabeza, sonriendo apenas.
—No. El fuego ya estaba allí. Solo te ayudé a ver que no era un castigo.
Ella lo abrazó sin decir más. Por un instante, Kael cerró los ojos. A veces, un abrazo decía lo que ni mil batallas podían.
En el mirador del este, Sylas tallaba algo en un pedazo de madera. Cuando Elara se acercó, lo escondió rápidamente.
—¿Qué haces? —preguntó, divertida.
—Nada. Cosas de guerreros sensibles —bromeó, aunque sus ojos revelaban algo más.
—¿Estás nervioso?
—Mucho —admitió, para su sorpresa. Luego suspiró—. Cuando me encontraste, creí que nunca volvería a luchar por algo que valiera la pena. Pero tú... tú haces que uno quiera creer otra vez.
Elara se sentó a su lado.
—¿Crees que sobreviviremos?
Sylas no respondió al instante. Luego, le entregó lo que tallaba. Era un pequeño símbolo de Nordhaven, con una inscripción rústica: "Donde el corazón guía, la sombra retrocede."
—Quiero creer que sí —dijo, con una sonrisa honesta—. Pero si no, al menos sabré que valió la pena.
Lysandra la esperaba en la torre vieja. La hechicera miraba la luna desde una ventana abierta, su cabello suelto moviéndose con el viento.
—Nunca quise ser parte de este mundo otra vez —dijo sin girarse—. Me retiré a las sombras porque pensé que allí nadie podía romperme.
—Y sin embargo aquí estás —respondió Elara, acercándose.
Lysandra la miró, por primera vez con ternura en sus ojos oscuros.
—Sí. Porque tú no me pediste que fuera perfecta. Me aceptaste con todas mis grietas. Y eso... eso me sanó más que cualquier hechizo.
Elara tomó su mano.
—Tu oscuridad me enseñó a amar la mía.
Esa noche, Elara también visitó a Ingrid, en la sala del fuego. La anciana Völva la esperaba, rodeada de libros abiertos y una vela que crepitaba suavemente.
—Te he soñado muchas veces —dijo Ingrid—. Siempre en medio de una tormenta. Pero esta vez, en mi visión, caminabas entre rayos y no temías.
—¿Y eso qué significa?
—Que por fin sabes quién eres. Y no necesitas que nadie te lo diga.
Ingrid la miró con profunda emoción.
—Si mañana no regreso… —empezó Elara.
—No termines esa frase —interrumpió la anciana, tomando su rostro entre las manos—. Eres más que una profecía. Eres la esperanza que se construye con amor, no con miedo. Si caemos, que sea habiendo amado con todo el alma.
Elara cerró los ojos, sintiendo la calidez de ese momento.
Esa noche, antes de dormir, Elara subió sola a la cima de la torre más alta. Desde allí, veía Nordhaven entero. Las antorchas encendidas, el mar inquieto, las montañas cubiertas de niebla.
—Estoy lista —susurró al viento—. Por ellos. Por mí. Por lo que vendrá.
En la distancia, una estrella fugaz cruzó el cielo. Una señal. O tal vez, una promesa.
Porque al amanecer… empezaría la guerra.