Me encontraba sentado frente a una de las mesas de aquel restaurante. Cada cinco minutos miraba el reloj de la pared, pues la impaciencia comenzaba a hacer estragos en mí. Tenía una hora esperando en ese lugar. La soledad, a pesar de estar rodeado de gente comenzaba a roer mi alma.
Me moví un poco de mi silla para evitar entumirme, pues estar sentado tanto tiempo comenzaba a causar que mis extremidades se acalambraran. Hasta que llegué a la conclusión de que ella no vendría; como siempre pasaba. Miré a todos los ahí presentes, con la intensión de desahogar en alguno la rabia que sentía. Pero ahí, el único que merecía ser llenado de insultos era yo mismo, por ser tan imbécil y haber creído una vez más que esta vez sí vendría.
Me puse de pie. Volví la vista y vi la silla empapada en mi sudor. Me dirigí a al salida, no sin antes voltear a ver una vez más el reloj de la pared y confirmar el tiempo que estuve en ese restaurante esperándola.
Al llegar a casa lo primero que hice fue quitarme la ropa pues me sentía agobiado con esta. Prácticamente me arranqué las cosas y las arrojé lejos, pues la rabia que sentía era grande. Y yo que me había vestido de manera elegante para ese día especial. Fue entonces cuando por instinto revisé mi celular y me di cuenta que tenía un mensaje. Lo leí. Era ella, la chica que me había dejado plantado, aquella que estuve esperando durante una hora en aquel restaurante. En aquel mensaje se disculpaba por no haber llegado a la cita. Y no era la primera vez que pasaba. No era la primera vez que me hacía esperarla durante todo ese tiempo para que al final no llegara. Pude leer en el mensaje como me juraba que la próxima vez sería diferente. Y yo, como siempre, le creí. Había sobrepasado el límite de la estupidez y la tolerancia.
Una semana después me presente, como ya lo había hecho varias veces, en aquel restaurante. Me dirigí a la mesa de siempre, que para suerte mía estaba desocupada. Me gustaba ese lugar, porque podía ver el reloj de la pared; cada cinco minutos veía la hora. El mesero se me acercó para tomar mi orden. Noté su mirada cargada de lástima y pena hacia mí. Era lógico, tomando en cuenta que varias veces me había visto ahí, esperando a alguien que no llegaba. Pero no era su trabajo juzgar a la gente, sino atenderles. Le indiqué que pediría algo más tarde, cuando llegara la persona que estaba esperando. Se retiró.
El tiempo comenzó a pasar. Yo, como era ya mi costumbre, miraba la hora en el reloj de la pared cada cinco minutos. La impaciencia comenzaba a agobiarme. Mis miembros empezaron a entumirse y la cabeza me dolió un poco. Esperé ahí un poco más, pero ella nunca llegó. Me puse de pie ya con calambres en el cuerpo y me dirigí a la salida. Como siempre, antes de abandonar el lugar mi volví para mirar el reloj de la pared.
Al llegar a casa otro mensaje llegó a mi celular. Lo mismo de siempre: aquella chica pidiéndome disculpas por no haber llegado a la cita; jurándome que las cosas sería diferentes la próxima vez y yo, como siempre, creyendo en sus palabras. Y sí, sé que es algo que sobrepasa la estupidez, pero una semana después me presenté en aquel restaurante. Pero algo me decía que esta vez las cosas serían diferentes y que en esta ocasión sí se presentaría a la cita. Teniendo eso en mente, opté por llevar algo para regalarle. Un reloj. En la semana en curso pude conseguir un modelo a escala de aquel que yo miraba una y otra vez en aquel restaurante donde ella me dejaba siempre esperándola durante una hora, hasta que por fin comprendía que no se presentaría.
Llegó el día acordado. Entré en el restaurante y me dirigí a la mesa de siempre; aquella que me permitía apreciar la hora en el reloj de la pared. Esperé un poco y ella llegó. Luego de varias citas frustradas por fin aparecía. Se acercó a mí, nos saludamos y luego de pedir algo al mesero le entregué una pequeña caja. Al abrirla vio un elegante reloj idéntico al de la pared. Ambos estaban sincronizados a la perfección. Aquella chica y yo comenzamos a charlar.
Pasaron cincuenta y cinco minutos; casi el tiempo en que ella me hizo esperarla tantas veces. Sólo cinco minutos más y el tiempo que siempre la esperaba y la hora en el reloj de la pared se emparejarían.
Sólo cinco minutos más y la bomba que le había puesto a su reloj estallaría.
Fin