Una mañana como todas las demás se colocó detrás del mostrador con reloj de bolsillo en mano; allá viene el panadero, puntual como siempre, y a lo lejos la barbería ya abre las puertas a la misma hora también, ya casi suenan las nueve y doña Inés estará a punto de comenzar a formar los adornos florales, todo a su tiempo, todo en sincronía como siempre pero las nueve con cinco sonaron y doña Inés no aparecía, aquella repentina impuntualidad le molestaba pues alteraba el mecanismo con el que los días funcionaban, en su mente cada ser fungía el papel de un engrane en el reloj de la vida; si doña Inés no abría a las nueve el joven estudiante que a diario compraba un clavel no tendría que llevar a la tumba de su madre y si no compraba aquella flor pagando siempre con cincuenta pesos doña Inés no se acercaría al panadero buscando cambio y si no se acerca al panadero para cambiar el billete este no le regalará la pieza de pan que a diario le ofrece junto con la mejor de sus sonrisas y si no le regala pan entonces ella no comprará café al hombre de la cafetería que a diario trae a ajustar su reloj, alterado cada noche por las juguetonas manos de su hijo, junto con un capuchino como pago y así la cadena crecía hasta conclusiones inimaginables, en todo eso pensaba don Agustín mientras cada paso del segundero resonaba en su cabeza, efectivamente el estudiante al ver las puertas del lugar cerradas continuó cabizbajo su camino, las predicciones que el relojero había hecho se cumplieron una a una sin que doña Inés apareciera, en su lugar a las nueve con diez minutos una jovencita asomó por el local cargando el cesto de flores, fue entonces que el tiempo siempre tan perfecto, tan puntual y predecible para don Agustín se detuvo durante los breves instantes en los que la muchacha levantó los vivaces ojos y le sonrió, el monótono tic tac dejó de escucharse y no solo el tiempo, ahora también la gravedad parecía haberse alterado. El relojero nunca pudo asimilar lo que ocurrió en ese lapso entre que la joven sonrió y cuando la tenía de pie frente al mostrador moviendo los finos labios para formar palabras que no alcanzaba a comprender, entre tanto después de segundos que le parecieron una eternidad su mente se recuperó de aquella sacudida y pudo distinguir con claridad el saludo de la muchacha, decía llamarse Esther y se presentó como la hija de doña Inés que había caído enferma la noche anterior, le platicó sobre su madre y lo nerviosa que se sentía pues era la primera vez que se encontraba al frente del negocio, por su parte don Agustín se encargó de presentarle a los demás comerciantes, le contó sobre lo gentil que era el panadero y lo bondadosa que solía ser la encargada de la confitería, le platicó sobre el travieso hijo del señor de la cafetería y los interesantes títulos que podría encontrar en la librería, su charla era solo interrumpida por los clientes que de vez en cuando acudían a uno u otro local, así hasta que las manecillas marcaron las tres, don Agustín sabía perfectamente que era hora de la comida, sabía que doña Enedina la dueña de la fonda lo estaría esperando a las tres con cinco con su plato del día ya servido, sabía que en unos minutos llegaría Octavio el muchachito que cuidaba del local durante la media hora que tardaba en comer, sabía todos los posibles resultados que podrían derivar de su tardanza y aun así continuó sumergido en aquella charla, ahora hablaban sobre los relojes, su especialidad, y ufano compartía sus conocimientos con la joven, se afanaba en platicarle sobre los engranes, manecillas, vidrios y correas y se sentía alentado por la creciente curiosidad de su entrevistadora. Finalmente las ocho de la noche resonaron en los cientos de relojes que colgaban de las paredes del local, los estantes y el mostrador, en unos minutos la plaza cerraría y todos los comerciantes comenzaban a recoger sus puestos de igual manera la joven Esther se despidió del relojero y se dispuso a levantar sus cestos y cubetas, el hombre la observó colocarse el abrigo, poner llave a la cerradura y decirle adiós con la mano mientras se alejaba sonriente, se mantuvo unos segundos de pie tras el mostrador, observó como las luces se apagaban poco a poco, era la primera vez que se quedaba hasta tarde y eso le provocó una extraña opresión en el pecho, por primera vez en su vida le pareció que le faltaban horas al día, sintió que le había faltado tiempo.