El relojero caminó despacio sin ánimos de llegar a su hogar pues sabía que nadie lo esperaba ahí, algo que nunca antes le había incomodado, pero esta vez al observar a su alrededor sintió que la soledad, su eterna compañera, comenzaba a asfixiarlo, el abrir las puertas de su pequeña casa tan limpia y ordenada como siempre le provocaba cierto malestar, de pronto el murmullo del montón de relojes que cubrían su pared se había vuelto tedioso, su estómago comenzaba a sentir los efectos de haberse saltado la comida pero no le apetecía entrar a la cocina, no estaba dispuesto ni a terminar los trabajos pendientes solo sentía ánimos de echarse a la cama así que sin más se colocó el pijama y arrojándose boca arriba sobre el colchón se dedicó a repasar los hechos recientes desde que sus ojos se toparon con los de Esther por primera vez, las horas corrieron sin que él se percatara y en esas meditaciones lo descubrió el alba, sin embargo no se sintió sorprendido ni cansado, al contrario los albores del nuevo amanecer lo llenaron de vida pues significaban que pronto volvería a ver a aquella simpática joven que se había colado en sus horas de sueño, se levantó motivado, ansioso porque las horas pasaran tanto así que llegó media hora más temprano de lo habitual cuando los vigilantes de la plaza aún no abren las puertas ni a los empleados, miró el reloj de bolsillo; parecía que ahora las manecillas se movían lentas burlándose de su repentina ansiedad, aprovechó aquellos minutos para volver a lustrar sus zapatos, para revisar que su bigote estuviera bien recortado y su cabello perfectamente acomodado, se sentía joven de nuevo, joven y jovial, finalmente después de lo que le pareció una eternidad el vigilante le permitió la entrada, llegó casi corriendo, arregló sus relojes, limpió el mostrador y se colocó detrás de el con reloj en mano, todo en tiempo record, pero esta vez ni el panadero, ni el zapatero le importaban, solo esperaba que dieran las nueve con diez para encontrarse con la joven. Las nueve en punto sonaron y a lo lejos el estudiante apareció, al ver la florería nuevamente cerrada continuó cabizbajo con su camino, las nueve con diez por fin marcaron el reloj y don Agustín inusualmente emocionado comenzó a estirar el cuello pendiente de los pasillos por si veía llegar a la joven pero dieron las nueve con cuarto y ella no aparecía, “cinco minutos tarde” pensaba el relojero y su mente ya comenzaba a imaginar los estragos de aquella tardanza, afortunadamente la delgada silueta de la joven lo interrumpió, al verlo la muchacha sonrió y antes de acomodar sus flores se acercó a saludarlo, aquel gesto aceleró el ya cansado corazón del hombre que sonriente se ofreció a ayudarle con los cestos y cubetas que cargaba repletas de flores frescas, cuando su ayuda dejó de ser necesaria se retiró de nuevo a su local para atender a los clientes que ya habían formado fila. La tarde transcurrió tranquila, esta vez encargó a Octavio que le llevara la comida hasta el local pues no pensaba moverse de ahí a menos que fuese para acercarse a la joven, contemplarla mientras ofrecía su mercancía a los jóvenes enamorados se había vuelto su pasatiempo favorito, de vez en cuando sus miradas se encontraban y al verse sorprendido fingía limpiar su mostrador, ella solo sonreía y continuaba alegre con su tarea. Así transcurrió una semana, de vez en cuando don Agustín se acercaba a ella con el pretexto de preguntar por la salud de su madre, otras para ayudarle con la mercancía y otras para invitarle un café, había dejado su reloj de bolsillo completamente de lado pues esa semana le bastó para darse cuenta de que la impredecible joven nunca llegaba a la misma hora y verificar los tiempos de sus compañeros ahora le parecía una tarea banal, las tardes en su casa se volvían tediosas así que procuraba guardar siempre un poco de trabajo para tener con que entretener esas horas lejos de la que se había convertido en la niña de sus ojos, fue durante una de esas noches insomnes que le vinieron a la mente las más hermosas palabras de amor que con gusto transcribió a una hoja rosada y perfumada con la descabellada intención de hacérselas llegar a Esther pues en su mente se asomaba la lejana posibilidad de que ella, en un universo alterno quizás, también pudiese amarlo, al amanecer de ese día se perfumó y arregló con más esmero, llegó al trabajo más sonriente y motivado de lo habitual acomodó sus relojes y se dispuso a esperar, sin embargo para su sorpresa esta vez apenas sonaban las ocho y media cuando la muchacha apareció cargando sus cestos, de inmediato el relojero se dispuso a ayudarla pero esta vez el panadero se le adelantó, el hombre también estaba preocupado por la salud de doña Inés y aprovechó que la jovencita llegaba temprano para preguntar, le enviaba sus saludos, una canasta llena de pan dulce y “ahí le encargaba un girasol”, don Agustín se recargó sobre su mostrador para observarla acomodar el puesto repitiéndose que ya tendría otra oportunidad de acercarse.