Las nueve en punto resonaron y como siempre el joven estudiante apareció cabizbajo, caminaba sin apuros como si no esperara encontrar el negocio abierto, sin embargo al levantar la mirada una sonrisa se dibujó en su rostro y se adelantó a la cubeta que guardaba los claveles. “Un clavel blanco” exclamó como siempre y estiró la mano con el billete de cincuenta, su sorpresa fue grande cuando de entre los ramos y cestos apareció Esther tan sonriente como de costumbre, una vez más don Agustín pudo sentir un disturbio en el tiempo del que esta vez era únicamente espectador, algo en su interior colapsó al notar en la mirada de ambos jóvenes una chispa, de esas que encienden la mecha del corazón, sintió que el destino se había equivocado, que su época no le correspondía; miró su reflejo en la cubierta de su reloj, notó más profundas las arrugas y le pareció encontrar más canas, después volvió la vista al joven estudiante, a sus cabellos negros y su sonrisa tímida, envidió aquella juventud y maldijo a los años que le habían causado esos estragos tan notables, se sintió anacrónico, traicionado por aquel a quien siempre consideró su aliado, imaginaba el rostro burlón del señor tiempo y en su rabia estrelló su reloj contra el suelo. Pero el viejo reloj de bolsillo no fue lo único que se rompió esa tarde.