El Renacer de un Imperio

Preámbulo

El Reino de Windsor se encontraba al borde del abismo. Las fuerzas del Imperio Persa, implacables y sedientas de conquista, avanzaban como una marea negra sobre las tierras que una vez florecieron bajo el estandarte de Windsor. No eran simples soldados; el emperador persa comandaba un ejército de criaturas míticas, bestias ancestrales sometidas por su voluntad férrea. Gigantes de piedra, grifos alados y serpientes de fuego arrasaban todo a su paso, dejando tras de sí un rastro de cenizas y desesperación.

El Rey de Windsor, un hombre de mirada firme y corazón inquebrantable, se negaba a aceptar el destino que parecía inevitable. No permitiría que su pueblo cayera en la esclavitud, que su reino se convirtiera en un escombro más en la colección del emperador. Pero ¿cómo enfrentar a un enemigo que controlaba las fuerzas de la naturaleza misma? La respuesta yacía en las leyendas que sus antepasados habían susurrado junto al fuego, historias que él siempre había considerado mitos. Ahora, eran su única esperanza.

En lo más alto de las Montañas Heladas, donde el viento aullaba como un lobo herido y el frío cortaba la piel como una daga, dormía el Dragón. No era una bestia cualquiera; era una criatura ancestral, un ser de poder incalculable que ni siquiera el emperador persa había logrado dominar. Los hechiceros más poderosos del imperio habían intentado someterlo, pero ninguno había regresado para contarlo. El Dragón era libre, indomable, y su hogar era la cima del mundo, protegido por una barrera de hielo y muerte.

Con el peso de su corona y la esperanza de su pueblo sobre sus hombros, el Rey de Windsor emprendió el viaje hacia las montañas. Lo acompañaban solo dos soldados, leales hasta la médula, pero incluso su valor palidecía ante la magnitud de la tarea. El camino estaba marcado en un antiguo pergamino, un legado de sus antepasados que alguna vez habían caminado junto a los dragones. Cada paso era una batalla contra el frío que helaba los huesos y los riscos traicioneros que amenazaban con enviarlos al vacío.

Tras horas de ascenso, descubrieron una puerta tallada en la roca, casi completamente oculta bajo capas de nieve. Los soldados, al borde del colapso, se apoyaban mutuamente para mantenerse en pie. El Rey, sin embargo, parecía inmune al agotamiento, su linaje le otorgaba una resistencia sobrenatural. Con manos temblorosas pero determinadas, abrió la puerta y ordenó a sus hombres que esperaran. Él continuaría solo.

El interior de la montaña era un mundo aparte. Las paredes de hielo brillaban con una luz fantasmal, y el silencio era tan profundo que el Rey podía escuchar el latido de su propio corazón. En el centro de la cámara, envuelto en una aura de poder que hacía temblar el aire, yacía el Dragón. Su cuerpo, cubierto de escamas que reflejaban la luz como gemas preciosas, se elevaba como una montaña viviente. Sus ojos, cerrados en un sueño milenario, parecían guardar secretos que ningún mortal podría comprender.

Nadie sabe qué palabras pronunció el Rey, qué promesas hizo o qué sacrificios ofreció. Lo único cierto es que, cuando salió de la montaña, no estaba solo. Montado en el lomo del Dragón, con una mirada que combinaba la ferocidad de un guerrero y la sabiduría de un rey, descendió sobre el campo de batalla como una tempestad de fuego y furia. El ejército persa, acostumbrado a la victoria, se encontró de repente frente a un poder que no podían comprender ni contener. Las criaturas míticas que una vez los llevaron a la gloria se dispersaron ante el rugido del Dragón, y el emperador persa, desde su trono lejano, sintió por primera vez el sabor amargo de la derrota.

Pero la paz no duró para siempre. El emperador, consumido por la furia y el deseo de venganza, juró que no descansaría hasta que el Reino de Windsor fuera suyo. Las batallas continuaron, cada una más feroz que la anterior. El Rey de Windsor, ahora señor de los dragones, formó un ejército de élite, uniendo a los mejores guerreros y las últimas criaturas míticas que quedaban bajo su control. La guerra se convirtió en una leyenda, una danza eterna entre dos fuerzas titánicas, y el nombre de Windsor resonó en los corazones de aquellos que aún creían en la esperanza.

Y así, mientras las llamas de la guerra ardían en el horizonte, el Rey de Windsor supo que su legado no sería el de un hombre, sino el de un mito. Porque había despertado al Dragón, y con él, el destino de su reino.




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