El Renacer de un Imperio

Capítulo 7. 11 Horas y 58 Minutos

El sol ascendía como un hierro al rojo vivo en el cielo, derritiendo cualquier sombra que osara refugiarse bajo su dominio. Me asignaron el peor puesto posible, vigilar la línea de meta de la primera prueba de los novatos. Un mes había pasado sin que me diera cuenta, y ahora estaba aquí, cumpliendo el castigo más tedioso que el general Dusk pudo idear: registrar a los escasos afortunados que lograran completar el recorrido.

El bosque de pruebas se extendía ante nosotros como un organismo vivo, sus entrañas repletas de trampas que respiraban en la penumbra. A los novatos sólo se les entregaba un mapa y una advertencia, sobrevivir sin convertirse en asesinos. El resto dependía de su ingenio. Por los senderos, comandantes patrullaban como buitres esperando cobrar las derrotas de quienes alzaran bandera blanca, entregando con desdén las cartas de despido. El reloj no perdonaba: las seis de la tarde marcarían el fin para los rezagados.

El Capitán Mathew, mi compañero de suplicio, se mantenía rígido junto a mí con un cronómetro en mano, demasiado orgulloso para admitir el absurdo de nuestra tarea. Yo, en cambio, desplegué mi silla plegable bajo la escasa sombra de un roble nudoso. La eficiencia energética es una virtud, después de todo.

— No esperes ver a nadie antes del mediodía — murmuré, ajustando mi gorra —. El récord lo tiene el mismo Dusk, que llegó a las diez. Yo completé esta farsa cerca de la una... el estómago vacío es el mejor motivador.

Recordé mi propia prueba: había esquivado el caos central, donde los novatos chocaban como bolas de billar en una partida mal calculada. Un error ajeno podía arrastrarte al abismo, igual que en esas carreras de autos donde el imprudente condena a los cautelosos. Ahora, observando el follaje inmóvil, casi podía saborear la ironía de ciento cincuenta aspirantes, quizás una docena emergería de ese laberinto verde. El bosque siempre tenía hambre, y hoy yo sería testigo de su banquete.

— ¿Alguna vez bajas la guardia? — le pregunté a Mathew mientras señalaba el espacio vacío junto a mí —. El sol está derritiendo hasta las piedras y tú ahí plantado como un poste.

— La sombra es tentadora — respondió sin apartar los ojos del límite del bosque —, pero prefiero estar preparado. Podría aparecer algún prodigio antes de lo esperado.

Claro. Todo el mundo esperaba que el pequeño John y Zareth aparecieran triunfantes antes del mediodía. Una pandilla de engreídos, en mi opinión. A Zareth apenas lo veía últimamente, solo cruzábamos miradas fugaces en la cafetería antes de que él desviara la vista. Parecía haber perdido interés en fastidiarme, y yo no me quejaba. Mientras mi tranquilidad permaneciera intacta, todo estaba bien.

— No quiero pensar en eso — dije, cerrando los ojos —. Despiértame cuando empiecen a llegar.

El calor asfixiante y los ecos lejanos de lucha hicieron imposible dormir. Observé a Mathew, su perfil tallado en esa serenidad militar inquebrantable.

— ¿Has tenido noticias de Samantha?

Noté cómo su mandíbula se tensó apenas escuchó el nombre.

— No — respondió, demasiado rápido —. Desde que la enviaron a la frontera sur, nada.

Pobre Mathew. Su hija lo odiaba desde que su madre los dejó, como si él tuviera la culpa de que una civil no soportara la vida militar. Menos aún, cuando a la chica le heredó la teletransportación, condenándola a este mundo. ¿Qué esperaba? ¿Que un soldado pudiera ser padre de tiempo completo? Como si enfrentar a los enemigos y mantener una familia fuera fácil. Por eso pienso que es mejor no casarse. Que lio.

— Tranquilo — le dije —. Este año conseguiré tu ascenso. Verás cómo esa niña viene rogando por estar cerca de ti.

Él soltó una risa amarga, como quien ya perdió la esperanza hace años. Pero yo no me rendiría.

Horas después, un crujido entre los árboles me alertó. Miré el reloj: la una y cuarto. Demasiado pronto para ser normal. Entonces, una explosión de llamas iluminó el follaje.

— No puede ser... — murmuré.

De entre el humo emergió el pequeño John, con el uniforme en jirones, el pelo chamuscado y una espada rota en la mano. Agh de todas las personas, ahora su ego hará una fiesta sin fin por siempre.

— Jhon Dusk — anunció Mathew con voz impersonal —, primero en llegar. Tiempo: siete horas y quince minutos.

Claro. Como siempre, los más despreciables tenían el favor de la suerte. La prueba había comenzado oficialmente a las 6 am, pero a mí me habían arrastrado desde las 5 de la madrugada solo para soportar el interminable discurso de Draven. Allí estaba, con su voz monótona repitiendo las reglas por enésima vez, como si alguien pudiera olvidar que estaba prohibido matar compañeros o salir de los límites marcados.

Y luego, como si el aburrimiento no fuera suficiente castigo, me habían plantado aquí desde el amanecer, vigilando una línea de meta que permanecía vacía. Como si algún prodigio milagroso fuera a materializarse en los primeros minutos. Por supuesto, la teletransportación estaba limitada a un miserable metro por hora, una medida preventiva para evitar que los participantes se saltaran todo el bosque de un salto. Una restricción absurda, considerando que apenas unos cuantos en toda la Academia dominaban ese don.

Mis ojos se posaron en el pequeño John mientras garabateaba su nombre en el registro con un trazo tan brusco que casi rompe el papel. No hacía falta mucha imaginación para visualizar cómo habría logrado su ventaja: empujando a otros a las trampas, robando suministros o aprovechándose de los más débiles. El tipo de "estrategia" que los instructores llamaban "ingenio" cuando venía de alguien con apellido importante.

Él captó mi mirada y la sostuvo, desafiante, esa sonrisa arrogante diciendo más que mil palabras. Yo no bajé la vista. Que disfrutara su momentáneo triunfo. Después de todo, incluso los ratones bailan cuando el gato está lejos... pero siempre llega el momento de rendir cuentas.




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