El mes y medio pasó en un abrir y cerrar de ojos, y ahora me encontraba aquí, al borde del Desierto del Sabrinsky, observando la desgracia de enfrentar esta prueba trimestral bajo mi mando. Tres meses de entrenamiento, de sangre, sudor y lágrimas, se reducirían a un solo día. Un solo error. Un solo paso en falso, acabaría sacando a cualquier novato el día de hoy.
Y yo, la peor coronel que podían tener, sería su juez.
Diseñe la prueba en el Desierto del Sabrinsky, uno de mis favoritos para entrenar. Este lugar no perdonaba. Un vasto páramo de montañas afiladas como cuchillas, sin un rastro de vegetación, sin un solo hilo de agua. El calor aquí no solo quemaba la piel; destilaba lentamente la cordura. Cinco minutos bajo este sol eran suficientes para que la mente empezara a jugar trucos, para que las sombras bailaran en el horizonte y los espejismos susurraran promesas de muerte.
La prueba era simple. Por cada novato, cinco banderas con sus nombres estaban escondidas en puntos estratégicos a lo largo del desierto. No había límite de tiempo. No había restricciones de equipo. Podían llevar lo que quisieran, siempre y cuando pudieran cargarlo. La consigna era clara: sobrevivir a cualquier costo.
Quería poner a prueba su resistencia. Pero había un detalle más. Si ayudaban a un compañero en apuros, si se arriesgaban por alguien más, les daría puntos extra. Esto no se los iba a decir. No porque fuera compasiva, sino porque en el campo de batalla real, la lealtad a veces valía más que la habilidad.
Y yo los estaría vigilando. En cada bandera, todos se reunirían para recibir las coordenadas de la siguiente. Así evitaría que se perdieran hasta morir, al menos no sin que yo pudiera intervenir. No quería bajas innecesarias. Bueno, no demasiadas bajas innecesarias.
Estaba esperando al guardián curador del Escuadrón Mantis, algún teniente con suerte o tal vez un comandante recién ascendido. Pero cuando la figura solitaria apareció en el horizonte, avanzando con esa elegancia mortífera que solo un puñado de personas en este mundo poseían, sentí que mi corazón dejaba de latir por unos segundos eternos.
El Coronel Draven Kaelor.
¿Estaba alucinando? ¿El calor había empezado a pudrirme el cerebro tan pronto?
Se detuvo frente a mí, su saludo tan leve que casi podría haberlo imaginado.
— Storm. He sido asignado como sanador para tu prueba.
El mundo se detuvo.
Espera, ¡¿Queee?!
No, no no no. Nunca asignan a alguien de alto rango. ¿Por qué ahora? ¿Están jugando conmigo? No pasara mucho tiempo antes de que intente lanzarme por un barranco ahg.
— ¿Qué? — logré articular, mientras mi mente gritaba en pánico —. ¿El propio coronel...? Honestamente, me halaga, pero es completamente innecesario.
Draven sonrió, ese gesto calculado que siempre hacía que quisiera golpearlo.
— No fue mi decisión. Pero dados tus... antecedentes, enviaron al mejor.
Ja! Al mejor. Claro. Entiendo la situación, pero, el salvaría a los novatos, mientras a mí, me traga la tierra. El general debió enviarlo porque cuando piensan en mí, piensan en “catástrofes que requieren supervisión de élite”.
Estaba a punto de explicarle los detalles de la prueba, resignada a mi suerte, cuando una voz fresca traída por el viento que precede a una tormenta cortó el aire sofocante:
— ¿Todavía no se están peleando?
Me giré tan rápido que casi pierdo el equilibrio.
— ¿Azrael?
El mismísimo Coronel Azrael Thorn estaba allí, sus ropas ondeando como un estandarte de muerte.
— ¿Por qué estás aquí? — pregunté, demasiado confundida para disimular mi desconcierto.
— El general Velmor lo autorizó — respondió con su tono habitual, imperturbable —. Medidas de prevención.
El silencio que siguió fue tan denso que podría haberse cortado con un cuchillo.
Tres coroneles. Tres.Coroneles. Para una simple prueba trimestral. Esto no tenía precedentes. Esto era...
— Histórico — murmuré sin querer.
Draven dejó escapar un resoplido que podría haber sido una risa. Azrael simplemente cruzó los brazos, esperando.
No me quedó más remedio que tragar mi orgullo y explicarles todo en detalle, mientras una sola pregunta resonaba en mi cabeza:
¿Realmente soy tan peligrosa que necesitan un equipo de élite para contener el desastre?
Y lo peor era que, probablemente, la respuesta era sí.
Llegó el momento y los novatos se alinearon frente a mí, sus rostros llenos de determinación y miedo. Algunos ya sudaban profusamente, otros ajustaban sus mochilas con nerviosismo.
— ¡Escuchen bien! — grité, haciendo eco en el aire seco —. Esto no es un juego. El Sabrinsky los devorará si se descuidan. No esperen misericordia del sol, ni de las rocas, ni de mí. Si caen, es su problema. Si alguien más los ayuda, no voy a intervenir. Pero al final, solo importa una cosa: sobrevivir.
Hice una pausa, dejando que mis palabras se hundieran en sus mentes.
El silencio de los novatos fue más elocuente que cualquier respuesta. Sus ojos no se clavaban en mí, sino en las dos imponentes figuras que flanqueaban mi espalda como sombras de autoridad. Mis palabras se perdieron en el aire caliente del desierto, ignoradas.
Perfecto. Ni siquiera en mi propia prueba podían fingir respeto.
— ¡Listos! — Dos voces rompieron el silencio desde atrás de la formación. Zareth y Rathmar. Había olvidado por completo que él estaba aquí, su presencia tan discreta como siempre... hasta ahora.
Antes de que pudiera reaccionar, una voz como acero templado cortó el aire:
— ¡Respondan todos! — Draven avanzó, su bota levantando polvo rojizo —. La Coronel Storm les da órdenes como su superior. Más les vale recordar la cadena de mando. — Su mirada escarchó a cada novato, haciendo que varios tragaran saliva —. ¿Queda claro?
— ¡SÍ, SEÑOR! — El grito unísono retumbó en el cañón cercano.