El Renacer de un Imperio

Capítulo 11. La Desgracia que me Persigue 

Nunca antes el sonido de mi nombre me había hecho sentir esto. Xalenir. Tres sílabas pronunciadas con esa voz grave, casi como un sonido prohibido. ¿Por qué insistía en usarlo? Debería prohibírselo. Debería recordarle mi rango, mi autoridad, mi distancia.

Pero no lo hice.

Cualquier intento de disimulo frente a Rathmar había quedado destruido desde aquella noche en la habitación de Zareth. El pobre muchacho seguía de espaldas, rígido como una estatua, fingiendo no escuchar ni ver nada. Pobre. Sabía demasiado, y eso lo convertía en cómplice.

Me escondí tras una roca, protegiéndonos de miradas indiscretas, y comencé a desatar el corsé con torpeza, usando solo una mano. Mis dedos titubeaban, incapaces de soltar los nudos ajustados.

Zareth no tuvo paciencia.

— Déjame — ordenó, y sus manos reemplazaron las mías con una seguridad que me dejó sin aliento.

Los lazos cedieron bajo sus dedos, y el aire fresco del desierto rozó mi piel sudorosa. Me estremecí.

— Zareth… — protesté, pero él ya había pasado al siguiente obstáculo: la camisa de cuero ajustada que protegía mi torso.

Con precisión, deslizó el material solo lo necesario, exponiendo mi hombro herido sin revelar más de lo estrictamente indispensable. Aun así, el simple roce de sus nudillos contra mi clavícula hizo que el calor se acumulara bajo mi piel. El moretón ya había florecido en tonos violáceos, una mancha oscura sobre mi palidez. Zareth sacó el ungüento y lo aplicó con movimientos circulares, tan suaves que apenas sentí presión.

— Tienes una piel muy blanca — murmuró, su voz tan baja que solo yo podía oírla —. Y suave.

— Si sigues hablando, te arranco la lengua — amenacé, aunque el efecto se perdía en el susurro ahogado que me salió —. Nadie puede enterarse de esto.

— Lo sé — respondió, pero no dejó de sonreír —. También me guardas secretos, no has comentado sobre mi exceso de seguridad privada.

Bueno es que no hay necesidad. No hasta aclarar algunas otras cosas sobre él.

El medicamento empezó a hacer efecto, un alivio fresco que contrarrestaba el dolor punzante. Pero entonces, una pregunta se abrió paso entre mis pensamientos.

— ¿Cómo sabías que Draven no me curaría?

Zareth no levantó la vista, concentrado en su tarea.

— Hay rumores — dijo al fin —. Rumores que dicen que el Coronel Kaelor te quiere muerta.

No me sorprendió. Claro que no. Todos en la Guardia conocían mi reputación, mi historial de fracasos. Pero oírlo de su boca, tan fríamente, me hizo apretar los puños.

Zareth terminó de aplicar el ungüento y sacó una venda de su mochila. Mientras la enrollaba alrededor de mi hombro, sus dedos se tensaron de repente.

— Pero verlo con mis propios ojos… — Su voz se quebró en un tono que nunca le había escuchado —, me provocó clavarle una daga en el corazón. O cortarle esa mano que te tocó.

En ese instante, sus ojos se alzaron hacia los míos, y lo vi. La ira. Una furia oscura, contenida, que transformó su mirada en algo casi animal. Su mano, que hasta hace un segundo había sido delicada, apretó la venda con fuerza, como si en ese gesto pudiera expulsar la rabia que lo consumía.

Me quedé sin aliento.

No era solo lealtad. No era solo deseo.

Era algo más peligroso.

El vendaje quedó ajustado, perfecto. Zareth recolocó mi ropa con una precisión casi militar, como si hubiera dedicado horas a estudiar cómo debía quedar cada capa. Un servicio impecable, aunque cada roce de sus dedos me quemaba más que el sol del Sabrinsky.

— No creas todo lo que dicen — le advertí mientras me incorporaba, tratando de sonar más firme de lo que me sentía —. Y controla esos impulsos violentos con tus superiores. No es que crea que serías tan estúpido de actuar contra uno, pero... mantente al margen.

Sus labios se curvaron en una sonrisa.

— ¿Ahora te preocupas por mí?

— Solo me preocupo por no limpiar sangre ajena de mis botas — mentí, ajustando mi ropa —. No me involucres en tus problemas.

Rathmar seguía plantado como un poste, rígido, mirando obstinadamente al horizonte.

— Ya puedes relajarte, Basilis — dije.

— Rathmar — corrigió sin volverse —. Así está mejor.

El golpe fue inesperado. ¿Me negaba el uso de su nombre? Eso... dolía, de un modo que no quería examinar.

— No lo tomes a mal — intervino Zareth, limpiándose las manos del ungüento —. Es su preferencia. Nada personal.

Asentí, demasiado orgullosa para mostrar que me importaba. Saqué mi lista de registros, marcando a los dos primeros llegados: Zareth Valtor y Basilis Rathmar. ¿Tiempo? No tenía idea exacta, pero habían pulverizado cualquier récord previo.

Quince minutos después, el pequeño John emergió entre las rocas, su uniforme impecable a pesar del terreno. Otro prodigio que había olvidado entre mis preocupaciones. Me había olvidado de él. Bueno, me olvido de todo el mundo.

— Bien hecho — reconocí —. Aunque si no hubieras calculado mal el segundo tramo, habrías llegado antes.

Sus ojos se encendieron con fuego. Como si no tuviera derecho a comentarle nada. Pero es un ambiente profesional, todos somos adultos, se supone.

— Claro, mi Coronel — respondió con una dulzura venenosa que hizo que mis puños se cerraran solos.

Lo dijo en tono sarcástico, ahg me cabrea. Maldito mocoso. Este era el problema con los nobles: cualquier crítica, por constructiva que fuera, la tomaban como declaración de guerra.

Uno a uno fueron llegando los demás, cada rostro marcado por el esfuerzo, cada uniforme manchado de polvo y sudor. Azrael y Draven aparecieron al final, reportando siete heridos que no pueden continuar. Ninguna baja. Un milagro, considerando el historial de mis misiones.

— Buen inicio — murmuré, más para mí que para ellos.

Draven me lanzó una mirada que habría derretido acero.

— No celebres todavía, Storm. Esto solo fue el calentamiento.

Azrael, siempre demasiado observador, notó al instante el cambio en mis movimientos.




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