El Renacer de un Imperio

Capítulo 12. Cenizas del Desastre

El dolor en mi hombro era un latido furioso que parecía burlarse de mí. Cada movimiento lo avivaba, como si las heridas de la caída no fueran suficientes. Y entonces noté que Zareth aún me sostenía. Sus brazos, fuertes como hierro forjado, no se habían movido ni un centímetro desde que aterrizamos en este barranco.

— ¿Estás bien? — preguntó, su voz tan calmada que casi me enfureció.

¿Cómo podía estar tranquilo en medio de este desastre?

Me liberé de su agarre con un movimiento seco, ignorando el nuevo disparo de dolor que me recorrió el brazo. La noche había caído como un manto pesado, y a lo lejos, distinguí las siluetas de los novatos con Rathmar, observando desde el borde superior. Analicé la situación y no quedaba de otra que guiarlos desde abajo para que pudiéramos seguir juntos.

— Los que están arriba bajarán por una zona segura — anuncié, proyectando mi voz —. Los guiaré desde aquí.

Pero entonces ocurrió lo esperado.

— ¿Por qué deberíamos escucharla? — la voz que respondió era joven, temblorosa, pero llena de un desafío estúpido —. Por su culpa estamos aquí. Ni siquiera conoce el camino.

Otro se unió al coro — Es verdad. Estaremos mejor sin usted.

Aquí vamos otra vez.

Mis manos se cerraron en puños. Eran como animales salvajes, rebeldes, incapaces de ver más allá de su propia arrogancia. Pero esta vez, no tenía energía para pelear. El frío de la noche ya se filtraba bajo mi ropa, un recordatorio cruel de lo que vendría en el Sabrinsky de noche. El frío aterradoramente insoportable.

— Conozco la zona — insistí, conteniendo el temblor de rabia en mi voz —. No sobrevivirán sin mí.

Fue inútil.

Seis pares de ojos me miraron con desprecio antes de girarse y seguir al más tonto de ellos, que los guiaba hacia el camino opuesto.

— ¡No vayan por ahí! — grité, hice mi último intento, pero mi advertencia se perdió en el viento.

— ¡Como si fuéramos a creerle! — respondió uno, y se alejaron, sus risas burlonas flotando en la oscuridad como maldiciones.

Seis idiotas. Seis almas condenadas.

En medio del silencio que dejaron, solo quedó Rathmar, inmóvil, con sus ojos fijos en mí, esperando. El único que sabía lo que implicaba desobedecer.

— Solo muéranse, estúpidos — susurré entre dientes, observando cómo las siluetas de los seis rebeldes se perdían en la oscuridad. El viento helado se llevó mis palabras, como si el mismo desierto quisiera borrar cualquier rastro de su existencia.

Zareth se inclinó hacia mí, su aliento cálido rozó mi oreja en forma de coqueteo.

— Ahora estamos solos — murmuró, con esa voz que sabía exactamente cómo raspar cada uno de mis nervios. Había un dejo de sutileza en sus palabras, pero también algo más. Entonces, me aparté bruscamente.

— Vamos por Rathmar. No pienso dormir aquí — dije, escupiendo cada palabra como si fuera veneno.

Miré hacia arriba, donde Rathmar seguía esperando, inmóvil como un centinela. Por alguna razón parecía un pupilo de esos diseñados para ser obedientes desde que nacen, aquellos que dedican su vida por su causa y por su amo. Es raro ver personas de este tipo hoy en día.

— ¡Baja por el otro lado! ¡Te seguiremos desde abajo hasta encontrarnos! — le ordené.

El novato asintió sin cuestionar y desapareció de inmediato en la dirección indicada.

La brisa nocturna del Sabrinsky comenzó a colarse bajo mi ropa, helando mi piel ya maltratada. Cada ráfaga era como una daga de hielo clavándose en mis huesos. Hasta que, de pronto, algo pesado y cálido cayó sobre mis hombros. Una capa.

Zareth me envolvía con cuidado, sus dedos rozaron mi cuello por un instante, demasiado largo. Parecía que él sí había venido preparado. Mientras los demás novatos habían abandonado equipo vital por el peso, él había conservado una mochila pequeña pero meticulosamente surtida.

— No tienes por qué... — comencé a protestar, pero él no me dejó terminar.

— Cállate y abrígate — interrumpió, su voz ahora estaba seria, sin rastro del coqueteo de antes —. Si te congelas, ¿quién me va a regañar después?

El comentario debería haberme enfurecido. En cualquier otro momento, lo habría empujado o amenazado. Pero ahora, con el frío mordiéndome hasta el alma y el peso del fracaso aplastándome, no pude. Así que me limité a ajustar su capa alrededor de mí, sintiendo el residual calor de su cuerpo en el forro, y seguí caminando hacia la oscuridad, con Zareth pisándome los talones como el barro que no se te quita de los zapatos.

La noche había sido interminable. Cada paso fue una batalla contra el agotamiento, contra el dolor punzante en mi hombro, contra la fría realidad de que seis nombres más se sumarían a mi lista de fracasos. Me negué a detenerme, a concederle al desierto ni un segundo de victoria. Zareth y Rathmar siguieron mi ritmo en silencio, pisando mis huellas como sombras leales bajo la luz pálida de la luna.

El amanecer nos encontró saliendo del Sabrinsky, con las primeras luces del día pintando el cielo de un naranja pálido, como si el sol dudara en iluminar el desastre que éramos. Azrael y Draven ya estaban allí, plantados en la salida como dos estatuas de decepción. Sus rostros no mostraban alivio, ni triunfo, solo ese gesto tenso de quienes esperaban malas noticias.

Draven ni siquiera me dejó llegar.

— ¿Dónde está el resto? — cortó el aire con su voz afilada —. Solo traes dos.

Azrael se acercó rápidamente, sus manos ya en movimiento empiezan a examinarme como sapo de laboratorio, revisándome como si esperara encontrar alguna herida oculta que justificara todo. Pero no había heridas que mostrar, solo decisiones. Yo Solo pensaba que no tenía escapatoria, de todas formas, tarde o temprano se iban a enterar.

— Los abandoné a su suerte — admití, sin rodeos —. Nadie me hizo caso.

Draven reaccionó como si le hubiera escupido en la cara.

— ¿Y solo los dejaste ir? — su voz creció, cargada de una furia que no era normal en él —. ¡Debiste arrastrarlos aunque tuvieras que romperles las piernas!




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