No sabía si era demasiado lenta, si los demás tenían algún atajo secreto, o si simplemente el universo conspiraba para que siempre, siempre, llegara de última.
Cuando crucé las puertas de la sala de reuniones, el aire ya vibraba con murmullos urgentes. Oficiales de alto rango se agrupaban en círculos tensos, sus voces un zumbido de especulaciones y temores no dichos. Las lámparas de cristal colgantes proyectaban sombras inquietas sobre las paredes de roble tallado, como si hasta la luz estuviera nerviosa.
Y entonces, las puertas del fondo se abrieron con un golpe seco, y allí estaba el General Velmor, con su postura que hacía parecer los muros mismos inclinarse ante su presencia. Pero no estaba solo. A su lado, flotando más que caminando, avanzaba la Comandante Lorien Black. Cielos.
Era imposible no notarla. Su piel morena brillaba como bronce bajo la luz de las lámparas, en marcado contraste con su cabello rizado en tonos de plata y carbón, recogido en una intrincada trenza que caía sobre su hombro como una cascada de metal líquido. Joven, quizás no más de treinta años, pero con ojos que parecían haber visto siglos. La elegancia hecha persona.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Los Black eran leyenda. Un clan diezmado no por guerras, sino por el miedo a lo que podían hacer. Clarividentes. Se decía que solo quedaban cinco en todo el reino, y ahora una de ellas estaba aquí, en carne y hueso, con ese vestido negro que se movía como humo alrededor de sus piernas.
Si Lorien Black había abandonado su enclave para venir a esta reunión, no era por cortesía. Era porque había visto algo. Algo lo suficientemente terrible como para sacarla de las sombras.
El General Velmor no alzó la voz, pero cada palabra suya resonó en la sala como si hubiera golpeado las paredes con un martillo.
— La Comandante Black tiene un asunto urgente que compartir. Coronel Mordrek Shade, háganos el honor.
Un silencio espeso cayó sobre todos. Si iban a mostrarnos directamente la visión de una Black, esto iba más allá de lo grave. Esto era catastrófico.
Los Black no eran adivinos comunes. Sus visiones eran fragmentos rotos del tiempo, pedazos de pasado, presente o futuro, pero cada imagen, cada sonido, todo lo que captaban era una verdad irrefutable. No había tal cosa como "posibilidades" en sus ojos. Solo certezas.
Mordrek Shade avanzó, su telequinesis ya tejiendo los hilos mentales que convertirían la visión de Lorien en algo tangible para todos nosotros. Entonces las imágenes estallaron en mi mente como cristales rotos. Un salón de techos altos, paredes de mármol negro y arañas de oro que colgaban como garras celestiales. Allí, en un trono tallado con huesos de bestias antiguas, estaba el Emperador Persa Veydris, su rostro curtido por la guerra contraído en una mueca de furia.
— ¡Han acabado con otro escuadrón! — rugió, levantando una espada curva que destrozó una mesa de madera de un solo golpe —. ¡Esos malditos windsornianos! ¿Cómo es que no podemos aplastar a ese pueblo insignificante?
A su lado, dos figuras se mantenían inmóviles como estatuas de guerra. Sus hijos.
— Padre, por favor, cálmese — dijo el mayor, con una voz que heló mi sangre.
Lo reconocí al instante. El demonio mayor conocido como Vaen, por lo impulsivo, lo caótico y distorsionad de su ser.
Tres líneas paralelas le cruzaban el rostro de su lado izquierdo cercanos a la ceja, marcas que se había hecho cuando culminó su primera masacre a los doce años. Lo había enfrentado en los pantanos del sur, donde la niebla espesa no pudo ocultar su risa mientras descuartizaba a mis soldados uno por uno. No luchaba por estrategia ni por honor; lo hacía por el puro placer de ver la vida abandonar los ojos de sus víctimas. Sus métodos eran tan caóticos como su mente, un huracán de cuchillas y dolor que dejaba cadáveres imposibles de reconocer.
— Cuando regresé con las provisiones, ya todo era ruinas — continuó, apretando sus manos —. Todo fue destrozado. Ellos... usaron el comodín.
La palabra cayó como un verdugo levantando su hacha. En la sala de reuniones, alguien dejó escapar un jadeo. Otros se llenaron instintivamente de miedo. Yo no pude evitar que mis uñas se clavaran en los brazos de mi silla.
Los Veydris no eran enemigos comunes. Los persas no tenían dones mágicos como los nuestros, pero sus cuerpos eran armas talladas por generaciones de selección brutal. Rapidez natural. Inteligencia táctica que rivalizaba con los eruditos de guerra. Y esos dos...
Cuando Vaen. y su hermano menor, peleaban juntos, ni siquiera los mejores escuadrones de Windsor podían contenerlos. Se les conoce como el Dúo de la Muerte, es imposible vencerles. Hemos resistido por poco a ellos. Desgraciados persas. Pero ahora había algo peor. Se mencionó "el comodín".
El Emperador no se conmovió.
— ¿Acaso no eres lo suficientemente fuerte? — rugió, y en la visión, su puño golpeó el brazo del trono, haciendo crujir los huesos tallados que lo decoraban —. Suena a excusa.
Fue entonces cuando su hermano intervino, y la temperatura en nuestra sala de reuniones pareció bajar diez grados.
— Padre, no es así — dijo, y su voz era tan fría que hasta la imagen en nuestras mentes pareció empañarse.
Mejor conocido como Kael, por frío y calculador, este tipo era metódico y oscuro al mismo tiempo. Donde Vaen era fuego, él era hielo. Lo había visto en acción durante un asedio, mientras su hermano se ensuciaba las manos, Kael dirigía las tropas desde lejos, calculando cada movimiento como un jugador de ajedrez que sabe que ya ganó. Pero cuando finalmente entraba al campo de batalla.
Cielos. Era como ver a la muerte misma tomar forma humana. Precisión, cero gritos, cero drama. Solo eficiencia mortal.
— Ya hemos descubierto algo de su identidad — continuó Kael. — Pronto estará en nuestras manos.
Un frío glacial se apoderó de mi pecho. No. Imposible. Si los persas conocían la existencia del Comodín, estábamos perdidos. El Comodín del Rey, el arma más letal de nuestro reino, el secreto mejor guardado. Hacía diez años, el rey lo había encontrado, oculto entre las sombras, y desde entonces, su poder había sido nuestra salvación.