El trayecto hacia el corazón del Imperio Persa era interminable.
El suave balanceo de la jaula de hierro arrastrada por los caballos me despertó cuando los primeros rayos del amanecer rasgaron el horizonte. A través de los barrotes, el paisaje se extendía árido y vasto, teñido de dorado por el sol naciente. Zareth, o quien fuera realmente ese traidor, cabalgaba con elegancia al frente, su figura envuelta en una capa oscura que ondeaba como una sombra viviente.
Detrás de mí, un grupo de grifos alados, con sus poderosas garras sujetando con cuidado una plataforma donde yacía Othus, todavía inconsciente. ¿Por qué no se había despertado? Usualmente los dragones tienen una recuperación bastante rápida. Habían pasado horas, tal vez un día entero desde que lo capturaron, y su inmenso cuerpo seguía inmóvil. Algo no estaba bien.
En el cielo, dos siluetas dominaban el vuelo, Sefrey, el dragón de Rathmar, y Regan, el de Zareth, eran un espectáculo inédito. Guiaban el camino como si hubieran estado en estas tierras por años, aunque no es de extrañar por la conexión con sus amos.
A nuestro paso, los campesinos y mercaderes que se cruzaban en el camino se detenían, boquiabiertos. Nunca antes se habían visto dragones en tierras persas. Algunos se santiguaban, otros murmuraban rezos, y unos cuantos más valientes lanzaban miradas de admiración y temor. Yo, en cambio, no tenía ojos más que para el peligro que se avecinaba.
El primer día de viaje transcurrió en un silencio tenso. Cuando el sol comenzó a ocultarse, el grupo se detuvo para acampar. Me negué a probar la comida que me ofrecieron. No iba a darles el placer de envenenarme o drogarme.
Pero, Vaen, se acercó con un trozo de carne asada en la mano, esbozó una sonrisa burlona iluminada por el fuego de la hoguera.
— Hola, princesa — dijo, alargando la comida hacia mí —. Escuché que no has comido en todo el día. ¿Te apetece?
Lo miré con desdén y giré la cabeza, ignorándolo por completo. No merecía ni una palabra. Además, el frío de la noche se filtraba a través de los desgarrones de mi vestido, haciendo que me encogiera de instinto para conservar el poco calor que me quedaba.
Sin embargo, Vaen no toleró el desprecio.
— ¿No es suficientemente elegante para ti? ¿O piensas que la comida es indigna? ¡Responde! — gritó, agarrándola jaula y sacudiéndola con violencia.
Los barrotes golpearon mi cuerpo, pero me mantuve en silencio. No iba a darle el gusto de escucharme suplicar. Entonces, furioso, abrió la reja de un tirón, sus ojos brillaban con ira. No sabía qué iba a hacer, pero no prometía nada bueno.
— Ya basta, Ravakh — la voz de Zareth cortó el aire como una daga. Todos se volvieron hacia él, que permanecía sentado junto al fuego, con su mirada fría clavada en su hermano. — No dañes la mercancía.
Así que su nombre real era Ravakh.
El llamado Ravakh se volvió hacia Zareth, con los puños apretados.
— Es tu trofeo — escupió —. Pero quizá se muera antes de siquiera llegar.
Con un último vistazo lleno de odio, se alejó.
Zareth se levantó de su lugar junto al fuego, su silueta se estaba recortando contra el resplandor de las llamas, mientras caminaba hacia mí. Con un movimiento rápido, se despojó de su pesada capa negra y la arrojó sobre mí, dentro de jaula.
— No me causes problemas
Luego, con ese mismo gesto despreocupado, desató una bolsa de cuero que llevaba atada al cinturón y la lanzó a mis pies.
— Si quieres morir de hambre, está bien — continuó, inclinándose ligeramente para que nuestros ojos se encontraran —. Pero ten en cuenta que no te lo permitiré. Además... — Hizo una pausa deliberada. — Si no comes, será más fácil para mí hacer lo que quiera contigo.
Antes de que pudiera responder, cerró la reja con un sonido metálico definitivo y se alejó, fundiéndose con las sombras de la noche.
Qué frustrante era.
Al principio, ni siquiera quise tocar lo que me había dado. Pero sus palabras, por odiosas que fueran, tenían razón. Si quería escapar, necesitaba fuerzas. Y con un suspiro, abrí la bolsa. Dentro había una variedad de frutas frescas, algunas tan exóticas que solo crecían en los jardines reales de Windsor. Y, para mi sorpresa, estaban todas mis favoritas.
Este último detalle lo aparté de mi mente de inmediato. No era el momento de sentimentalismos.
Me envolví en su capa, que retenía el calor de manera eficiente, y devoré todo lo que pude. Cuando terminé, el cansancio y el dolor de los días anteriores me vencieron, y caí en un sueño profundo.
El mundo se sacudió.
Desperté sobresaltada, con el viento azotándome el rostro y el sonido de poderosas alas batiendo en mis oídos. ¡Estábamos volando!
Miré alrededor, desorientada. Zareth iba montado en Regan, y yo estaba sentada delante de él, llevaba sus brazos a ambos lados de mi cuerpo como una jaula viviente. A nuestro lado, Rathmar y Ravakh, volaban en lomos de Sefrey.
— ¿A dónde vamos? — pregunté, con mi voz casi perdida en el rugido del viento.
Zareth no me miró. Porque sus ojos estaban fijos en el horizonte, donde las primeras luces del amanecer teñían el cielo de tonos dorados y rosados.
— Es más rápido llegar a la ciudad imperial de esta forma — respondió al fin —. Ya hicimos los arreglos en tierra.
Antes de que pudiera replicar, algo en la distancia captó mi atención. La ciudad imperial. Era colosal.
Una metrópolis de torres blancas y cúpulas doradas que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, cruzada por puentes de mármol y canales que brillaban como espejos bajo el sol. Pero lo que realmente me dejó sin aliento fue el castillo.
Esa fortaleza era tan negra como la noche, encaramada en la cima de una montaña que parecía tallada por manos divinas. Sus torres se alzaban como garras hacia el cielo, y sus muros, adornados con runas, irradiaban un aura de poder inquietante. No era sólo un castillo; era un recordatorio de que el Imperio Persa había dominado el mundo durante siglos.