Tan pronto como cruzamos el umbral de los aposentos de Ravakh, este dio una orden seca con un gesto de la mano. Tres sirvientas de rostros impasibles aparecieron de entre las sombras, moviéndose con la precisión de quienes estaban acostumbradas a obedecer sin cuestionar. No hubo más cortesías. Sus manos frías se abalanzaron sobre mí, despojándome de mis ropas rasgadas con eficiencia. Aún sentía los efectos residuales de la maldición helada de Zareth, mis músculos respondían con lentitud, como si estuvieran envueltos en niebla espesa, así que apenas pude poner resistencia.
El agua caliente de la tina de madera fue un alivio. El vapor se elevaba en espirales seductoras mientras me sumergían, y por primera vez en días, sentí que el frío interno comenzaba a ceder. Las sirvientas trabajaban en silencio, frotando mi piel con esponjas y aceites perfumados que olían a especias exóticas y flores nocturnas. Cada movimiento era suave e impersonal, como si estuvieran preparando un corte de carne para la cena.
Mientras una de ellas me lavaba el cabello, aproveché para evaluar mi situación: Estaba en el corazón del palacio imperial persa, rodeada de enemigos, con el cuerpo un poco débil, pero recuperándose. No tenía muchas opciones, escapar era imposible por ahora. Ni siquiera sabía por dónde empezar. Podría usar mis habilidades, sin embargo… suprimir escuadrones era una cosa, pero ¿contra todo un imperio? Era prácticamente un suicidio. Estoy directamente en el palacio y literalmente estoy rodeada de persas, no creo que pueda hacer mucho aquí sin que me descubran o que me den oportunidad de escapar.
Justo cuando comenzaba a trazar un plan medianamente coherente, las sirvientas regresaron. En sus manos llevaban ropas persas. El vestido era una burla de seda negra y dorada, tejido con la finura de las telas reservadas para los favoritos de la corte. Si mi rey me viera ahora... La sola idea hizo que el agua caliente se volviera hielo en mis venas.
— Vistámosla — ordenó una de las sirvientas, y antes de que pudiera protestar, ya me estaban enfundando en el atuendo.
Para mi disgusto, me quedaba bien. No me puedo quejar, no estoy tan mal. La seda se ajustaba a mis curvas como una segunda piel, los hilos dorados brillando bajo la luz de las antorchas, resalta los puntos fuertes de mi figura. Esto no era un simple cambio de ropa, era un mensaje de que Ravakh, no solo quería romperme, quería humillarme primero, como si fuera parte de su harem quería convertirme en su juguete decorado, su trofeo viviente, antes de destrozarme pieza por pieza.
Mientras las sirvientas me adornaban el cabello con hilos de oro, sentí cómo el miedo se mezclaba con una determinación feroz. Si creían que me rendiría tan fácilmente, no tenían idea de con quién estaban tratando. Después de todo... Soy la Comodín. Entonces, una risa fría atravesó mi rostro en lo que terminaban de adornarme.
La habitación de Ravakh era un reflejo de su personalidad: grande, opulenta, y peligrosamente seductora.
Las paredes estaban adornadas con tapices que mostraban sus batallas ganadas, tejidos con hilos de oro que brillaban bajo la luz de las antorchas. Una mesa baja, tallada en roble y con incrustaciones de marfil, estaba repleta de manjares: frutas exóticas, panes recién horneados y carnes asadas que desprendían un aroma tentador. Pero a mí solo me revolvía el estómago.
Ravakh estaba reclinado en un diván, balanceando una copa de vino tinto entre sus dedos largos y afilados. El líquido rojo oscuro se movía como sangre fresca.
— Princesa, esa ropa te queda mejor — dijo, tomando un sorbo lento mientras sus ojos, de color oscuro, me recorrían de arriba abajo —. Ven, siéntate a comer.
No era una invitación. Era una orden disfrazada de cortesía.
Mis ojos se desviaron hacia la puerta, donde dos guardias con armaduras negras y máscaras doradas permanecían inmóviles. No me cabía duda de que habría más escondidos en las sombras, así que ahora, no era el momento de actuar.
Me senté frente a él, con la espalda recta y las manos sobre el regazo, fingiendo compostura. La comida, aunque exquisita, me resultaba repulsiva. ¿Era carne de dragón? ¿Estaría Othus...? Había perdido la conexión con él desde la batalla, no sabía su estado y eso me aterraba más.
— ¿Dónde está mi dragón? — pregunté sin rodeos, clavándole la mirada.
Ravakh posó su copa sobre la mesa con un clic deliberado.
— Tranquila, aún no le ha pasado nada — respondió, y luego, con una sonrisa, añadió — Mientras seas obediente.
La amenaza flotaba en el aire como un cuchillo suspendido. De pronto, se levantó con la elegancia de un depredador y se sentó a mi lado, demasiado cerca. Su mano fría, se enredó en mi cabello, tirando ligeramente para exponer mi cuello.
— Tienes esa belleza que podría aniquilar imperios — murmuró, su aliento estaba oliendo a vino y especias —. Qué tal esto, te daré una oportunidad.
Mi piel se erizó.
— Soy el príncipe heredero de Persia — continuó, sus dedos trazando un camino desde mi cuello hasta la línea de mi mandíbula —. Si decides estar de mi lado, no te faltará nada. Riquezas, poder... libertad condicionada, por supuesto.
Libertad condicionada. Qué broma cruel.
Por dentro, cada fibra de mi ser gritaba por darle un puñetazo en la garganta, por escupirle en la cara y maldecir su linaje. Pero no era el momento. Si jugaba bien mis cartas, si fingía sumisión el tiempo suficiente... quizá podría encontrar una manera de escapar. O de matarlo mientras dormía. Un corte limpio en la yugular, tan rápido que ni siquiera tendría tiempo de gritar…. Pero por ahora, sonreí.
Un gesto pequeño, calculado, lo suficiente para hacerle creer que sus palabras surtían efecto.
— Hablas como si tuviera elección — dije, manteniendo mi voz firme pero no desafiante.
Ravakh rió. — Todos tenemos elección, princesa — respondió, levantando su copa en un brindis —. Algunos simplemente elegimos... sabiamente.