El mundo se detuvo.
El aliento me faltaba, no podía sentir nada. El aire se volvió espeso, pesado, como si cada aspiración fuera una batalla perdida. Mis pulmones ardían, mis ojos nublados apenas distinguían las siluetas borrosas que me rodeaban. Othus yacía inmóvil, con su poderoso cuerpo ahora solo una sombra de lo que fue, las escamas azules opacas bajo la luz del sol.
La conexión entre nosotros, ese hilo dorado que había unido nuestras almas, se desvanecía. Estaba muriendo. Con cada latido de mi corazón, sentía cómo se debilitaba, cómo se rompía. Era como si me arrancaran una parte del alma, dejando un vacío helado que ningún grito podía llenar.
— No… no… — El murmullo escapó de mis labios, tan frágil como el último aliento de Othus.
Entre la multitud de soldados y sirvientes, lo vi a lo lejos, Zareth apareció en escena, pero permanecía impasible, sus ojos dispares estaban clavados en mí. Rathmar estaba a su lado con el rostro inexpresivo, pero sus manos temblaban levemente.
Era todo por su culpa. Todo.
La rabia, el dolor y la impotencia hervían en mi sangre como veneno. En ese momento, era solo una mujer derrotada, con las manos ensangrentadas y el alma hecha añicos. En ese instante, bajo el peso de las cadenas y la desesperación, mi instinto más básico, más vulnerable, tomó el control. Pedir ayuda. Fue un pensamiento fugaz, una chispa de locura en medio de la oscuridad. ¿Y si...? ¿Si acaso quedaba algo, solo una migaja, del hombre que había conocido? Antes de que la razón pudiera detenerme, actué.
Con un esfuerzo sobrehumano, me erguí como si el dolor no existiera. Las cadenas crujieron, las heridas abiertas ardieron, pero corrí hacia Zareth Hacia mi verdugo y mi única esperanza. El viento silbó en mis oídos, mezclándose con el sonido de mi corazón golpeando a mil por minuto. Él desde el otro lado, me vio venir. Sus ojos dispares se abrieron ligeramente. Había un atisbo de sorpresa en ellos. Parpadeó, sorprendido, cuando me vio avanzar hacia él como un fantasma herido y por un segundo, solo un segundo, el tiempo se detuvo.
Llegué hasta la mitad de la plaza, cerca, tan cerca que casi podía tocarlo, pero en ese instante, sentí que el mundo explotó en dolor. Las cadenas se tensaron brutalmente, mordiendo mi carne como serpientes de metal. El impacto me hizo caer de rodillas, pero no aparté la mirada de él.
— ¡ZARETH! — Mi voz, cargada de una desesperación que nunca antes había conocido, resonó en el aire.
Este era mi último recurso, mi última vergüenza y mi última esperanza.
Mi voz se quebró, pero no me callé. — ¡Por favor…!
Las lágrimas caían sin control, mezclándose con la sangre y el polvo. Ya no me importaba el orgullo. Ya no me importaba nada.
— ¡Ayúdame! — supliqué. — No importa si me quedo aquí… si soy una esclava… pero, por favor… ¡no dejes que Othus muera!
El silencio que siguió fue más desgarrador que cualquier grito. Zareth me miró y durante un segundo, solo un segundo, creí ver algo, un destello de duda, de conflicto, en esos ojos que ya no reconocía. Luego, caminó. No hacia mí, hacia Othus. Mi corazón saltó, enloquecido de esperanza. ¿Era posible? ¿Quedaba algo de lo que alguna vez vi en el? Pero entonces, extendió su mano y el mundo se congeló.
— No… — El susurro murió en mis labios.
El frío comenzó en las patas de Othus, extendiéndose como una plaga. Las venas del dragón se tornaron azules bajo la piel, el hielo estaba avanzando sin piedad. Othus ni siquiera pudo gritar, solo un quejido débil, un último intento por encontrarme con la mirada antes de que el hielo le robara el brillo de los ojos.
— ¡NOOOOOOOOOOO! — Mi grito rasgó el cielo, pero ya era demasiado tarde.
Othus no respiró más y la conexión, se rompió.
Me atravesó un dolor tan agudo que no pude gritar, no pude llorar más, porque solo quedó el vacío. En ese momento, Zareth se volvió hacia mí. Sus ojos ya no tenían conflicto ahora eran solo hielo.
— Nunca debiste pedirme ayuda — dijo, su voz era tan fría como la muerte que acababa de repartir. — Porque ahora sabes exactamente lo que soy capaz de hacer.
En ese instante algo dentro de mí se rompió y murió con Othus. Algo que jamás volvería. El ultimo gramo de mis sentimientos hacia Zareth se desvanecieron por completo.
— ¡Maldito seas, Zareth! — Mi voz rasgó el aire, cargada de un odio tan puro que hasta los guardias más endurecidos se estremecieron. Pero él no se inmutó, solo se quedó de pie, con su silueta recortada contra el cielo ensangrentado, mientras Ravakh reía detrás de mí.
— Juro que te mataré — escupí, las palabras saliendo entre dientes apretados —. ¡Los mataré a todos!
Forcejeé contra las cadenas, pero Ravakh era implacable. Su mano enguantada se cerró alrededor de mi garganta con la facilidad con que se estrangula a un pájaro. — Lo siento, princesa — Dijo, apretándome con más fuerza —. Eso no se va a poder.
Sus dedos se hundieron en mi piel, cortando mi respiración. El mundo se tornó borroso, pero aún pude ver cómo se volvía hacia Zareth. — ¿Crees que mi hermanito desobedecería las órdenes del emperador por una mujer? — dijo, escupiendo cada palabra —. Sueñas demasiado alto.
Zareth no respondió. No hizo ningún gesto. Simplemente se dio la vuelta, con su capa negra ondeando como las alas de un cuervo, y caminó hacia donde Rathmar esperaba con su dragón.
— Gracias — añadió Ravakh, burlón —. Esta vez te debo una.
Pero Zareth ya no estaba escuchando. Sólo siguió y se subió al lomo de Regan. Luego, se llevaron el cuerpo de Othus. Mi dragón, mi compañero, mi alma gemela estaba siendo arrastrado como un trofeo más. Ni siquiera me permitieron enterrarlo. Ni decirle adiós.
— Tranquila, princesa — dijo Ravakh, soltando mi garganta solo para agarrarme del pelo y obligarme a mirarlo —. Su piel y todo su cuerpo son muy valiosos, incluso muerto. Lo usaremos exquisitamente. — Se pasó la lengua sobre su labio superior y no sabía ya, si se refería al dragón o a mí.