El aire en la habitación se había vuelto espeso, cargado del calor de nuestros cuerpos entrelazados y el aroma embriagador del deseo. Zareth seguía resistiéndose, pero la tensión en sus músculos delataba la batalla que libraba internamente. — ¿Cómo piensas que me voy a controlar cuando actúas así? — murmuró con su voz áspera.
Una de sus manos grandes se posó en mi cintura, los dedos hundiéndose en la carne con una mezcla de dominio y necesidad. Y en ese momento lo sentí, su miembro, duro y ardiente, se tensó contra mi muslo con una vigorosidad que hizo que mi aliento se cortara. Esa reacción, esa confesión silenciosa de su cuerpo, avivó el fuego dentro de mí hasta convertirlo en un infierno incontrolable.
Antes de que pudiera pensar en detenerse, antes de que pudiera articular otro argumento, me abalancé sobre sus labios y lo devoré.
Sus labios estaban calientes, más dulces de lo que había imaginado, y cedieron ante los míos con una urgencia que me sorprendió. Un gruñido ronco escapó de su garganta cuando mis dientes mordisquearon su labio inferior, reclamando más, exigiendo todo y él no se resistió. Al contrario, sus manos se cerraron alrededor de mis caderas, apretando mi cuerpo contra el suyo con una fuerza que me dejó sin aliento. La parte superior de su ropa ya yacía abandonada en el suelo, y ahora la piel desnuda de su torso se frotaba contra la mía, suave como el terciopelo y caliente como el sol del desierto.
El sudor comenzó a brotar, mezclándose en nuestros cuerpos, resbalando en delgados hilos de agua bajo la luz de las velas. Sin embargo, las cosas cambiaron de papeles, ya no era yo quien lo devoraba. Pues, con un movimiento fluido, Zareth se sentó en la cama, llevándome encima de él como si mi peso no existiera. Sus manos me acomodaron sobre sus muslos, ajustando cada curva de mi cuerpo contra las duras líneas del suyo sin soltar mi boca.
Su lengua exploró cada rincón de mis labios, cada esquina de mi boca, con gran posesividad y cuando finalmente me liberó de ese beso devorador, fue solo para trazar un camino de fuego con sus labios por mi piel. Mi cuello fue el primero en caer. Sus dientes se clavaron suavemente en el punto donde el pulso bailaba bajo la piel, haciendo que un gemido escapara de mis labios. Luego, su lengua alisó la marca, lamiendo y chupando como si quisiera memorizar el sabor de mi piel.
Bajó un poco más, hacia mis pechos que se ofrecieron a su boca sin vergüenza, y él los reclamó con un apetito voraz. Sus labios se cerraron alrededor de un pezón, chupando y mordiendo con una precisión que hizo que mis dedos se enredaran en su cabello, tirando con fuerza.
La habitación se convirtió en un campo de batalla. Nos movimos sin control, derribando un jarrón de porcelana que se estrelló contra el suelo, empujando un escritorio que arañó el mármol al desplazarse. Las sábanas se enredaron alrededor de nuestras piernas, los cojines cayeron al suelo uno tras otro, y el dosel de la cama tembló bajo la fuerza de nuestros movimientos. Y sin embargo, apenas habíamos comenzado.
Sus manos, grandes y callosas, trazaron caminos de fuego por mi espalda, mis caderas y mis muslos. El fuego entre nosotros no solo ardía, era como lava infernal. Pero entonces…
¡BAM! ¡BAM! ¡BAM!
El sonido de los golpes contra la puerta retumbó como un trueno en medio de la tormenta que éramos.
— ¡Alteza! — La voz de Rathmar cortó el hechizo que nos envolvía, de manera fría y profesional. — Traje la medicina.
El cambio en Zareth fue instantáneo.
Como si alguien hubiera arrojado un cubo de agua helada sobre su pasión, sus ojos dispares, antes nublados por el deseo, recobraron su claridad enigmática y con un movimiento rápido, se separó de mí, sus músculos estaban tensándose bajo la piel sudorosa mientras intentaba controlar la respiración acelerada.
— Déjala frente a la puerta… y vete — ordenó.
No hubo protestas. Rathmar acostumbrado a recibir órdenes sin cuestionar, hizo lo que se le dijo, solo se escuchó el sonido de un cuenco siendo colocado en el suelo y los pasos de Rathmar alejándose.
Aprovechando su distracción, me incliné hacia él de nuevo, con mis labios buscando los suyos con urgencia. Pero esta vez, Zareth no cayó. En un movimiento demasiado rápido para mis sentidos nublados, me atrapó desde atrás con sus brazos envolviéndome como cadenas de carne mientras torcía mis muñecas con precisión.
— ¿Qué haces? — escupí con la voz cargada de rabia y frustración. — ¡No pares! ¡Sigamos!
Pero él me ignoró y con eficiencia me llevó hacia la cama y me ató con las sábanas, los nudos eran fuertes pero cuidadosos para no lastimarme más de lo necesario.
— Basta — dijo arrojando una manta pesada sobre mi cuerpo, como si intentara sofocar el fuego que ardía bajo mi piel.
Antes de que pudiera protestar de nuevo, salió de la habitación y regresó con el cuenco que Rathmar había dejado. El líquido dentro era espeso y oscuro, oliendo a hierbas amargas.
— Abre la boca — ordenó, agarrando mi mandíbula con una mano.
— No quiero… recibir nada — resistí, apretando los labios con terquedad —. Nada… que no sea tu boca.
Por un segundo, algo oscuro pasó por sus ojos, tomó el cuenco y lo bebió él mismo. De esta forma, antes de que pudiera reaccionar, sus labios se cerraron sobre los míos otra vez, pero esta vez no había pasión en ese beso, solo firmeza. El líquido frío y amargo se filtró entre mis labios, obligándome a tragar. Intenté resistir, pero sus dedos presionaron puntos estratégicos en mi cuello, forzándome a hacerlo.
El efecto fue inmediato.
Una niebla fría comenzó a apoderarse de mis sentidos, arrastrándome hacia la oscuridad.
— Duerme — susurró Zareth —. Esta batalla ya terminó.
Luego, todo se volvió negro.
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El primer soplo de conciencia llegó con la sensación de estar enterrada viva.
Mis pulmones se rebelaron contra el peso que los oprimía, buscando aire con desesperación. Cuando por fin abrí los ojos, la luz del amanecer se filtraba por las cortinas de seda, tiñendo la habitación de un dorado pálido que me recordó demasiado a él.