El encierro se había convertido en un hacha sobre mí. Llevaba casi un mes atrapada en este lugar, cada día más consciente de las miradas que me seguían como sombras. Cuando Zareth no estaba, Rathmar se encargaba de vigilarme con una hostilidad que no entendía. Sus ojos, fríos como el acero, no se apartaban de mí ni un segundo, como si esperara que en cualquier momento cometiera un error para tener una excusa de encerrarme de nuevo.
El lugar donde me tenían no era una mazmorra, pero tampoco era libre. Con el tiempo, había descubierto que estábamos en la parte trasera del castillo, ocultos entre la espesura de un bosque que murmuraba con el viento. Los empleados iban y venían en turnos meticulosos, sus pasos silenciosos sobre las piedras desgastadas del patio eran ágiles, ya conocían todos los caminos. En este momento, ya me conocían bien, después de todo, les había ayudado en pequeñas tareas: llevar agua, recoger hierbas, incluso curar a uno que otro herido con mis rudimentarios conocimientos.
Aunque también había tenido mis pequeños accidentes. Un plato que se resbaló de mis manos, un jarrón que se hizo añicos contra el suelo y varias torpezas que me pasaban por alto. Sin embargo, los pequeños actos de rebeldía no pasaban desapercibidos, a veces caminaba por zonas prohibidas, o me perdía en el bosque, a pesar de tener ojos sobre mí, aun así, no eran lo suficientemente grandes como para que me encerraran de nuevo, por ahora, no habían provocado más que miradas de exasperación.
Una tarde, mientras limpiaba un estanque de agua cristalina, mis dedos se estaban empezando a entumecer por el frío del líquido y una voz irrumpió en mi mente como un relámpago.
— ¡Storm!
No era un sonido, no vibraba en mis oídos. Era una presencia, un eco familiar que resonaba dentro de mi cráneo.
— ¿Mordrek? — respondí mentalmente, manteniendo mi rostro impasible, y mis manos seguían sin detenerse en su tarea. No podía permitir que nadie notara algo extraño.
— Al fin logro comunicarme… y estás viva — dijo él, con un dejo de incredulidad. Claro, era lógico que hubieran pensado que estaba muerta.
— ¿Dónde están? — pregunté, incapaz de ocultar mi sorpresa. — No deberías tener un rango tan amplio.
Mordrek no respondió; en su lugar, Draven tomó el control de la conexión, su era tono tan oscuro como lo que recordaba —. Estamos en la Ciudad Imperial.
¡Carajo!
El corazón me dio un vuelco. La Ciudad Imperial. El lugar más peligroso para ellos. Si alguien los reconocía…
— ¿Cómo llegaron hasta aquí? ¿Y por qué vinieron? — mis pensamientos se agitaron, mezclando preocupación con frustración.
Draven emitió un sonido mental que podría haber sido un gruñido. — ¿No podemos emprender una misión para rescatar a una coronel? — su voz cortó como una daga —. Déjate de preguntas tontas y dinos tu ubicación exacta. Vamos por ti.
Noté urgencia en sus palabras. Sabían que el tiempo corría en su contra.
— Es complicado — admití, sumergiendo mis manos nuevamente en el agua para disimular mi tensión —. Estoy en un lugar oculto. Por ahora, es mejor que no actúen.
Intenté sonar segura, como si tuviera el control, pero entonces una tercera voz estalló en mi mente, cargada de furia. —¿Cómo nos dices eso? ¡Ya estamos aquí!
Azrael. Claro, él nunca se callaba.
— Déjate de tonterías — espeté, sintiendo cómo la discusión se alargaba sin sentido. Necesitaba que entendieran. Respiré hondo y solté mi plan antes de que la conexión se debilitara. — Escuchen, esto es serio. Los pueden atrapar. Ya tengo un plan en marcha… usaré mis habilidades de Comodín.
Silencio.
Por un momento, nadie respondió. Era como si el aire mismo se hubiera solidificado. Quizás, en su prisa por encontrarme, habían olvidado una verdad incómoda, yo no era una prisionera cualquiera. Era la Comodín, la plebeya convertida en el arma más letal de Windsor. Y ahora lo recordaban.
— No hay por qué apurarnos — continué, aprovechando su sorpresa —. ¿Pueden durar dos días más en la ciudad sin ser descubiertos?
Esta vez, fue Draven quien respondió, con una obediencia que jamás le había escuchado. — Es posible. Dinos qué hacer.
Casi sonreí. Vaya, esas palabras sí que sonaban extrañas en su boca o su mente.
— Dentro de dos días, al anochecer — ordené, mentalmente trazando el mapa de la ciudad —. Espérenme a cinco kilómetros de la salida. Llegaré sin demora y nos iremos de inmediato.
— ¿Solo así? — Azrael no podía evitarlo, siempre desconfiado de que pudiera mantener mi propia seguridad.
— Solo confíen — respondí, con firmeza —. Nunca han visto actuar al Comodín en persona. Se los mostraré… aunque no pienso arrasar la ciudad. Solo el castillo.
Otro silencio. Luego, como un suspiro lejano, sentí sus asentimientos antes de que la conexión se desvaneciera por completo. Y yo me quedé allí, con las manos aún en el agua, sabiendo que debía acelerar el plan para que no muriera más de mi gente.
El camino de regreso a la habitación de Zareth lo recorrí con pasos lentos, midiendo cada uno como si pisara un campo minado. Cada contacto de mis pies contra las frías piedras talladas resonaba en mi mente como el tic-tac de un reloj en cuenta regresiva. El tiempo jugaba en mi contra. Sabía que debía convencerlo sin levantar sospechas. Rathmar ya desconfiaba de mí, y si Zareth notaba algo fuera de lugar, todo se derrumbaría. Inspiré hondo, alisé mi túnica con manos temblorosas y empujé la puerta.
Zareth estaba sentado junto a la ventana, el rostro perfilado por la luz dorada del atardecer. Por un momento, su belleza me golpeó como un recuerdo doloroso. El crujido de la madera al abrirse lo hizo girar hacia mí. Sus ojos dispares e intensos, me sujetaron con fuerza invisible.
— ¿Xalenir? — preguntó, arqueando una ceja —. Pensé que estarías en el jardín hasta la noche.
— El jardín es aburrido sin ti — respondí, dejando que mi voz sonara más dulce de lo habitual, casi inocente.