El Renacer de un Imperio

Capítulo 28. Contra el Enemigo

Una calma letal se extendía en sus ojos, mientras hacía un leve giro de su espada al desenvainarla y su voz, cuando por fin habló, no era un reclamo, sino un sonido cargado de malicia.

— Xalenir.

Mi nombre, dicho así, sonó a sentencia de muerte.

A su lado, Regan resopló, el vapor estaba saliendo de sus fosas como si estuviera a punto de escupir fuego. En esta situación no necesitaba muchas palabras para entender, que ahora no había escapatoria.

Azrael, tambaleándose aún, se interpuso entre nosotros, estaba listo para defenderme. — Tú sigues corriendo — me ordenó, aunque ambos sabíamos que era inútil. Nosotros no teníamos un dragón, él, porque traerlo lo delataría por completo y yo… no quería recordarlo ahora.

Zareth ni siquiera lo miró. Sus ojos, fríos como el acero bajo la luna, no se apartaban de mí.

— Pensé que eras más inteligente que esto — dijo, y en su tono había algo peor que el odio, era decepción. Después que hice todo lo posible para ser sumisa, aun no logre que bajara la guardia lo suficiente. Pero, en el fondo, el deseaba que mis actuaciones fueran sinceras.

El corazón me golpeaba con violencia dentro del pecho, como si quisiera escapar de mis costillas, tan fuerte que temí que Zareth pudiera oírlo. Azrael también se sintió amenazado. Lo sentí en la forma en que su respiración se volvió errática, en esa gota de sudor que descendía lentamente por su sien, marcando el rastro de su ansiedad como un presagio. Estaba tenso, a la defensiva, con los ojos buscando una salida que no existía. Regan aún estaba allí, y mientras su presencia nos mantuviera en desventaja, cada segundo contaba. Los demás nos alcanzarían pronto, pero tal vez no lo bastante rápido.

No había tiempo, en este momento no había margen para errores, pues sabíamos que no podíamos ganar. Pero quizá… quizá podía negociar. Con un movimiento lento, apoyé mi mano en el hombro de Azrael, sintiendo el calor de su piel a través del grueso tejido de su armadura.

— Déjame a mí, tú retírate — dije en voz alta, asegurándome de que Zareth escuchara cada palabra.

Azrael se quedó congelado. Sus ojos se clavaron en los míos, duros, llenos de ira contenida y confusión. Parecía como si acabara de traicionarlo, como si mis palabras significaran una rendición sin lucha, una renuncia a todo lo que habíamos arriesgado. Pero él no sabía lo que yo sabía. No veía lo que yo veía.

— No puedo — gruñó, apretando los puños hasta que sus nudillos se tornaron blancos. La frustración vibraba en su voz, él, que siempre luchaba, que nunca retrocedía… ahora se veía obligado a hacerlo.

Incliné la cabeza apenas un poco, y esta vez susurré, con todo el peso de mi fe en él:

— Solo confía en mí —, susurré esta vez, inclinándome hacia él lo justo para que nuestras miradas se encontraran. En mis ojos, intenté plasmar que no era una rendición.

Sus ojos vacilaron. Y entonces, con la resignación dibujada en cada gesto, se echó atrás. No fue fácil para él, lo sabía. Pero retrocedió unos pasos, dejándome sola… con él.

Zareth no lo detuvo, de todas formas, nunca lo habría hecho, porque su mirada no se apartaba de mí. Yo era su objetivo y siempre lo fui.

Avancé con lentitud, midiendo cada paso mientras la tierra bajo mis pies parecía contener el aliento. Zareth desmontó de Regan, como si mi acercamiento lo hubiera desarmado por completo, pero su expresión era la de siempre, tan impenetrable, determinada y, sin embargo, había algo en sus ojos que me rompía por dentro.

— Sabes que no puedo quedarme — le dije, y mi voz se quebró con el peso de una verdad que llevaba demasiado tiempo enterrada —. No puedo, Zareth.

Mis ojos brillaron. Por un instante, dejé que la ilusión me rozara el alma, esa punzada de lo que alguna vez existió entre nosotros. Quise decirle más, quise gritarle todo lo que callé, las noches en las que lo deseé, sacar aquellos recuerdos que me persiguen como sombras. Pero lo había encerrado. Había encadenado ese amor, lo había enterrado tan profundo que ya no podía alcanzarlo sin perderme, porque no podía permitirme volver a caer.

Estaba demasiado expuesta. Pasar ese año a su lado me había debilitado en formas que aún me dolían. Aún no podía olvidarlo y ese era el mayor peligro.

— No tienes opción — dijo él, acercándose más—. No te dejaré ir.

El aire pareció densificarse entre nosotros, tan tenso que podía cortarse. Cada paso suyo era un latido más en mi pecho, un paso hacia el abismo. Nos enfrentamos a escasos metros de distancia. El frío de la noche se colaba bajo mi ropa, pero ni siquiera eso comparaba con el gélido vacío que crecía en mi pecho.

Mis manos estaban temblando ligeramente, pero aún así, con un movimiento rápido, saqué la daga que él mismo me había regalado. La hoja brilló bajo la luna mientras la posaba contra mi garganta, la punta apenas rozando la piel.

— No estoy dispuesta a ser humillada el resto de mi vida — declaré, con la voz firme a pesar del temblor —. Es mejor que muera aquí.

Zareth se detuvo. Se quedó inmóvil, como si la visión lo hubiese golpeado con toda su fuerza. Lo vi en sus ojos dispares, el miedo, el enojo y la desesperación. Emociones que rara vez se permitía mostrar, pero que en ese momento afloraban sin permiso.

Por el rabillo del ojo, distinguí a Azrael. Dio un paso hacia mí, instintivo, como si fuera a lanzarse para evitar lo inevitable. Pero se detuvo. Esperó… Esperó, porque confiaba.

La hoja temblaba levemente contra mi piel. No por miedo, sino por la adrenalina que recorría mis venas.

— No te atreverías — murmuró Zareth.

Sus palabras fueron firmes, cargadas de ese tono autoritario que usaba para disfrazar su miedo, pero sus ojos… oh, sus ojos impares vacilaron. En esa fracción de segundo en la que nuestras miradas se encontraron, vi más que duda, vi nerviosismo. Vi a un hombre al borde de algo que no comprendía del todo. Su fachada comenzó a desmoronarse, aunque aún se aferraba a ella con uñas y dientes.




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