Azrael fue paciente y no me presionó, hasta que una noche, finalmente habló: — Los otros ya llegaron — dijo desde el otro lado de la puerta. Su voz era áspera, pero no enojada. Preocupada. — Tenemos que seguir.
Seguir. Como si eso fuera posible para mí, como si pudiera simplemente levantarme y continuar, después de todo lo que había hecho.
Azrael debió haberle dicho a los otros lo que sucedo. Note como Draven intentaba mantenerse fuerte, pero lo conocía. Escuchaba sus pasos al otro lado de la puerta. Sabía que muchas veces levantaba la mano para tocarla… y luego se detenía. No insistía, pues no me quería presionar. Solo estaba allí, aguardando, cuidando en la distancia… mientras yo me deshacía por dentro. Sin embargo, sabía que no podía seguir así.
La mañana llegó arrastrándose entre la bruma de la noche, y con ella, por primera vez en días, me atreví a asomarme al amanecer. El cielo tenía un tono grisáceo, como si el mundo también estuviera de luto. Respiré hondo. Era el primer aliento que no dolía tanto en el pecho, el primero que no traía consigo el peso de la culpa como un yugo invisible.
Había llorado todo lo que tenía dentro. Había gritado en silencio. Me había desangrado por dentro hasta quedarme vacía. Y en esa madrugada, algo dentro de mí se rindió… o tal vez, simplemente se endureció.
Cuando mi estómago gruñó como si despertara de un letargo, decidí obligarme a comer. Preparé un tazón de avena con lo primero que encontré, sin prestar atención al sabor, me senté en la esquina más lejana de la cocina, y comencé a devorar lentamente, como una criatura que ha vivido a base de recuerdos rotos y nada más.
Entonces, la puerta crujió con suavidad. Era Draven.
Su silueta apareció en el umbral como una sombra firme, y al verme, se quedó inmóvil, como si observarme así, viva, herida, pero recomponiéndome, fuera algo que no esperaba. Sus ojos me recorrieron de pies a cabeza en silencio, y aunque yo fingí indiferencia, cada segundo bajo su mirada me hacía sentir expuesta. Esperó a que terminara de comer antes de decir una palabra.
— ¿Por qué te quedas ahí parado? — le solté con frialdad, rompiendo el silencio con una hostilidad que no pretendía ocultar —. Debemos movernos. Los persas no se quedarán de brazos cruzados después de lo que hice.
Pero él no se inmutó. Seguía allí, bloqueando la puerta como si fuera su deber detenerme, en sus ojos, tan intensos como siempre, me decían firmemente que no se apartarían de mí tan fácilmente. No era una mirada lasciva, ni siquiera inquisitiva, era Preocupada. Y eso, en vez de reconfortarme, me incomodó más.
— ¿Estás bien? — preguntó finalmente, con ese tono de duda contenida que temía la respuesta.
No quería hablar de lo que pasó. No quería abrir otra vez la herida que me había costado días cerrar con puñales de silencio y retazos de dignidad.
— Claro que estoy bien — dije, obligándome a sonreír como si todo fuera simple, como si bastara con mentirme una vez más para hacer real la ilusión. Me levanté con una falsa ligereza y caminé hacia él, con paso alegre, como de un niño.
— No necesito esto. Es mejor que lo olvidemos — añadí con un tono que ya no era sugerencia, sino una advertencia.
Lo último que quería era que lo que ocurrió entre Zareth y yo, lo que aún ardía en mi memoria como un incendio sin control, se convirtiera en chisme de campamento o burla entre susurros. Eso era mío. Mío y de nadie más. Y estaba decidida a enterrar cada rastro de sentimiento con la misma frialdad con la que empuñaba una espada. Pero Draven no se rendía fácilmente.
— En pocos días ya luces como un muerto... — replicó con dureza, y su voz se quebró levemente —. ¿Cómo puedes decirme que estás bien?
Respiré hondo, tragando las palabras que me ardían en la garganta. ¿Por qué todos los que me rodean tenían que ser tan testarudos? ¿Por qué no podían simplemente dejarme hundirme en paz?
— Lo pasado, ya pasó — dije, esta vez con la voz helada —. No me volveré a involucrar de esta manera, ya no. Ahora solo quiero terminar la guerra. — Lo miré fijamente, con los ojos secos y decididos.
— Sé cómo ganarla — continué, con esa convicción que me quedaba como último refugio —. Y no quiero pensar en nada más. Ni siquiera en lo que tú o Azrael podrían sentir por mí. Están nublando su juicio… y eso no lo puedo permitir.
Draven abrió los labios, dispuesto a decir algo, pero mis palabras lo tomaron por sorpresa y lo silenciaron. Con ese silencio, supe que había entendido. No necesitaba explicaciones y yo no necesitaba consuelo. Necesitaba que todos supieran que la mujer que quedaba ahora era una sombra endurecida por la pérdida, dispuesta a hacer lo que fuera necesario, sin más distracciones.
Salí de la cocina sin volver a mirarlo y me encontré con los demás en las afueras, lista para seguir el camino, para avanzar hacia la guerra… aunque cada paso me alejara más de lo poco que quedaba de mí misma.
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Finalmente llegamos al castillo del rey.
Las grandes puertas de hierro se abrieron con lentitud, como si incluso la fortaleza se negara a recibirnos tras los horrores vividos. El ambiente estaba cargado, y no era solo el aire húmedo de la montaña, era la expectación, el murmullo creciente de la corte que ya se había enterado de nuestro regreso. Apenas el rey supo de nuestra llegada, ordenó una reunión de emergencia. No había tiempo que perder.
Mis pasos resonaban pesados por los pasillos mientras el eco de mi propio dolor seguía caminando detrás de mí. Antes de entrar al gran salón, reuní a mis acompañantes y les advertí en voz baja — No mencionen nada sobre lo personal. Nadie debe saber… nada.
Ellos asintieron con seriedad, respetando la firmeza de mis palabras. Lo último que necesitábamos era debilidad ante los ojos del consejo.
El rey ya nos esperaba, sentado en su trono con la espalda recta, los ojos inquisitivos y las manos cruzadas sobre su rodilla. A su alrededor, los altos mandos, los sabios y los estrategas formaban un semicírculo tenso. Nadie hablaba, en este momento, nadie se atrevía a interrumpir la tormenta que venía conmigo.