Lo miré, sintiendo una oleada de emociones que no sabía si eran ira, decepción o tristeza disfrazada. Allí estaba, inmóvil, con la mirada clavada en mí, como si supiera que en algún punto de todo esto, lo que más dolía no era la traición… sino que fuera él.
Me acerqué lentamente, cada paso resonando como un eco amargo entre los gritos y rugidos lejanos de la batalla.
— ¿Por qué? —fue lo único que logré articular, con la voz quebrada y el alma temblando.
Él parpadeó despacio, tragando saliva como si cada palabra le pesara más que las cadenas invisibles que lo ataban. Su voz, aunque débil, fue clara.
— ¿Por qué? — Repitió —, porque siempre me trataron como basura, porque nunca me respetaron, porque me di cuenta de que hacer las cosas bien no era suficiente, ustedes, esta maldita guardia me arruinó.
Silencio.
Sus ojos se encontraron con los míos, sin rastro de remordimiento, pero tampoco orgullo. Era la aceptación fría de quien se sacrificó a su manera… aunque nadie lo hubiera pedido.
— Ni siquiera mi familia me respetaba — añadió —. Así que lo hice para vengarme de todos… para que me vieran, desde la cima, como me los tragaba uno a uno, aunque tuvieran que odiarme por ello.
No dije nada más. No podía.
Solo me di la vuelta, conteniendo el peso en mi pecho, porque sabía que el campo de batalla no perdonaba debilidades... y la guerra no esperaba a los corazones rotos. Pero él comenzó a reír, con una risa seca, afilada como un cuchillo que rasgaba el poco afecto que aún quedaba en mí.
— ¿Ustedes creen que capturándome evitarán sus muertes? — dijo con una frialdad aterradora —. Se equivocan.
Sus palabras eran gélidas y crueles, sin rastro del Mathew leal y valiente que una vez luchó a mi lado. Ya no era el soldado de confianza de mi escuadrón… era otra cosa, algo que estaba podrido por dentro, que había elegido un bando al que ni siquiera el infierno se atrevería a reclamar.
A lo lejos, entre el humo y el caos del campo de batalla, divisé a los dos generales luchando lado a lado, con la fuerza de un último aliento. El padre de Thavian, milagrosamente recuperado, combatía con vigor, aunque la sangre volvía a brotar con violencia desde su costado. Era como si el dolor no existiera para él, como si la batalla misma lo alimentara.
Estábamos claramente en desventaja, rodeados por criaturas míticas y enemigos ocultos, por el momento solo nos teniamos una carta, Regan. El único dragón presente.
Volteé hacia Zareth, y sin que hiciera falta una palabra, él asintió con firmeza.
— Iré por mi hermano — dijo con decisión.
Mi garganta se cerró, Zareth aún estaba débil, no del todo recuperado. La preocupación me apretaba el pecho, pero no logré detenerlo, ahora necesitábamos toda la ayuda posible y quizá solo él conocía lo suficiente a su hermano para detenerlo, quise hablar, impedirle que se lanzara así, pero mis labios temblaron y ninguna palabra salió. En cambio, él tomó mi mano con suavidad, con esa ternura que sólo él sabía mostrar en medio del caos.
— Estaré bien. No te preocupes — murmuró, y la soltó con lentitud antes de montar a Regan y alejarse hacia el corazón del combate.
Mi pecho se hizo trizas.
Draven se acercó con una sonrisa torcida, buscando quitar peso al momento, aunque no engañó a nadie. — Hierba mala nunca muere… creo que estará bien — dijo.
No me reconfortaba, en absoluto, pero al menos logró que desviara la mirada del cielo, para enfocarme en lo que importaba, sobrevivir a esta guerra. Y sin perder más tiempo me dirigí hacia donde estaba el rey, lista para apoyarlo, cuando una flecha silbó directo a mi pecho. Pero jamás me alcanzó.
— ¡Ten cuidado! — gritó Draven, que la había desviado en el último segundo.
Ni siquiera la vi venir. Y de pronto, como si el aire se partiera, una lluvia de flechas cayó sobre nosotros. Desenvainé mi daga y comencé a esquivar como pude, pero no tardaron en aparecer cinco figuras detrás de Azrael y los demás. Llevaban los colores de nuestros escuadrones, en un primer instante, pensé que eran aliados, pero me equivoqué. — ¡Mierda! — escupí.
Eran hombres del clan Malakar, otros traidores, tan silenciosos como letales, y con la habilidad de teletransportarse, era casi imposible combatirlos. Se movían entre las sombras como espectros. Lorien, Azrael y Alarik pelearon con ferocidad, pero estaban agotados, y no pudieron contenerlos. En cuestión de segundos, los Malakar recuperaron a Mathew y desaparecieron como el humo.
— ¡Maldición! — gruñó Azrael, jadeando —. No me quedan fuerzas…
Aquel momento marcó el inicio del verdadero caos. Los del clan Malakar se desplegaron entre nuestras líneas como cuchillas invisibles, empezaron a tomar vidas, de los que una vez fueron sus compañeros en la Guardia, esto no era una traición aislada… Mathew tenía más aliados de los que jamás imaginamos.
Entonces, mi mirada se desvió hasta donde estaba Zareth, que ya había llegado hasta su hermano. Ravakh parecía confiado como si ya lo esperara. — Detén esto, Ravakh — exigió Zareth, bajando de Regan.
El dragón, libre, lanzó un rugido ensordecedor y se lanzó contra las criaturas del enemigo, escupiendo fuego con furia contenida. Pero Ravakh no se inmutó, al contrario, bajando de un gigante de piedra con sagacidad, sonrió con veneno en la voz.
— ¿Que me detenga? — repitió, sacando y apuntándole con su espada —. Te estaba esperando, hermanito… tú y esa zorra van a pagar por lo que me hicieron. Solo me detendré cuando tenga sus cadáveres bajo mis pies. — Y sin más advertencia, se abalanzó sobre él.
Comenzó entonces un combate feroz, cuerpo a cuerpo, entre hermanos marcados por el destino. Acero contra acero, sangre contra sangre. El estruendo de sus armas y la tensión en el aire eran tan espesas que incluso el campo de batalla pareció contener la respiración. Mientras que Regan detenía a las criaturas que querían atacar fortuitamente a Zareth por la espalda.