Habían pasado pocas horas desde la coronación, el pueblo entero estaba sumado en una celebración exorbitante.
Esa noche, los jardines reales ya estaban vacíos, iluminados solo por las linternas de fuego azul y la tenue luz de la luna, todos estaban en la celebrando en el salón. Caminábamos en silencio, con nuestras manos entrelazadas, como si el tiempo ya no existiera. Los pasos de Zareth eran firmes, pero su respiración era distinta… como si contuviera algo. Yo lo sentía.
Nos detuvimos frente al viejo roble, el árbol que había sobrevivido incluso a la guerra, ahora adornado con lazos dorados y hojas que brillaban como si supieran lo que iba a ocurrir. Zareth se volvió hacia mí, y en sus ojos no había duda, solo calma
— Xalenir… — dijo suavemente, tomando mis manos —. Hemos sobrevivido a la guerra, al dolor, y a la incertidumbre. Nos perdimos, nos encontramos, y aun así… aquí estamos.
Su voz se quebró apenas un segundo y luego sacó algo de su bolsillo, una pequeña caja de madera oscura, marcada con símbolos que parecían persas. Al abrirla, la luz de la luna cayó sobre el anillo: una joya sencilla, de plata y piedra lunar, pero con una pureza que me dejó sin aliento.
— Quiero vivir cada amanecer contigo. Quiero pelear a tu lado, reír contigo, discutir y reconciliarnos… — sonrió, dejándome sin defensas, sus ojos dispares estaban clavados en mi alma —. Xalenir, ¿quieres casarte conmigo?
Me quedé sin palabras. No porque dudara, sino porque toda mi alma gritaba “sí” antes de que mi boca pudiera formularlo, entonces lo abracé. No podía contener las lágrimas ni la risa.
— Claro que sí, tonto… ¿qué esperabas? — murmuré contra su pecho — Que dijera que no después de todo lo que nos ha costado llegar hasta aquí.
Él me levantó del suelo en un giro repentino, riendo, y el roble fue testigo mudo de una promesa sellada sin necesidad de testigos.
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El día había llegado.
No era un día cualquiera, sino el momento en que dejaría atrás mi libertad solitaria para compartirla con alguien más… y no con cualquiera. Con Zareth.
El despertador chilló en medio de la oscuridad, quebrando la serenidad como un pájaro desafinado. El sonido era insoportable, como si viniera a recordarme que había responsabilidades, deberes… y un vestido de novia que probablemente aún no estaba del todo listo.
Fuera, el amanecer pintaba el cielo con tonos suaves de oro y rosa. El aire olía a hierba fresca y flores cortadas, una brisa ligera se colaba por las cortinas. Todo indicaba que el universo estaba de buen humor. Excepto yo.
Me arropé con fuerza y cerré los ojos, esperando que al abrirlos estuviera en cualquier otro día, uno menos abrumador, uno donde pudiera quedarme en la cama con Zareth y no preocuparme por peinados, protocolos o invitados reales.
Entonces, como si el universo se burlara, llegó el golpe en la puerta.
— ¡Xali, levántate ya! — rugió Thavian desde el otro lado de la puerta, con su tono clásico de general malhumorada —. ¡Si te quedas dormida, te van a colgar viva! ¿Has olvidado qué día es hoy?
— Sí, lo he olvidado — gruñí, cubriéndome la cabeza con la almohada como un avestruz emocional.
Crash.
La puerta estalló. Literalmente.
El cerrojo saltó y los restos de madera cayeron al suelo con un suspiro trágico. Me incorporé de un salto, con el corazón latiendo a mil por hora.
— ¡¿QUÉ DIABLOS, THAVY?! — grité, viendo cómo mi puerta moría por tercera vez en el mes.
Ella entró con paso firme, sin un ápice de remordimiento, como si hubiese abierto una ventana en lugar de arrasar con mi santuario.
— ¿De qué hablas? — replicó con inocencia cínica —. Si no entro así, jamás te levantarías. Y hoy no puedes darte el lujo de llegar tarde… vas a casarte, cariño.
Suspiré, resignada. Tenía razón, como siempre, pero una hora más no le haría daño a nadie
Me froté los ojos y murmuré: — Sólo quería una hora más de sueño antes de vender mi alma en una ceremonia pública.
— No estás vendiendo tu alma, Xali — dijo, lanzándome una mirada divertida mientras tiraba de las cobijas —. Estás casándote con el hombre que amas, si él te escuchara se pondría muy triste y si no te apuras, terminarás llegando a tu boda con las ojeras de una fugitiva.
Rodé los ojos, pero no pude evitar sonreír. Hoy… me casaba con Zareth.
Afuera, el sol alcanzaba su punto más alto cuando las campanas doradas de Windsor comenzaron a repicar, extendiendo su eco a través de los valles y montañas. La ceremonia tendría lugar en los Jardines Reales de Nyhrel, un lugar sagrado donde, según la leyenda, florecen árboles solo cuando dos almas están destinadas a unirse.
Los pasillos del jardín estaban alfombrados con pétalos de rosas azules y lirios dorados. Columnas de mármol blanco, entrelazadas con enredaderas de cristal vivo, una herencia de los persas, sostenían cortinas de seda que danzaban con el viento. El cielo estaba despejado, como si incluso los dioses quisieran presenciar aquel momento.
Los invitados se reunían en silencio reverente. Nobles, guerreros, elfos, persas, aliados de reinos vecinos… todos presentes para presenciar la unión de los dos pilares que mantuvieron la paz: Zareth y Xalenir. Suena algo ridículo si lo pienso bien, pero no me imaginaba tener una boda tan escandalosa como esta.
La música comenzó a sonar, una melodía suave compuesta por Lorien y Draven en secreto. Los instrumentos de viento persas se entrelazaban con arpas de cristal y tambores ligeros. Todo parecía un sueño.
Zareth ya estaba de pie en el altar circular de piedra celestial, vestido con un traje ceremonial negro y azul profundo, con runas antiguas bordadas en hilo de plata. Su postura era solemne, pero sus ojos… esos ojosdispares sólo buscaban a una persona entre la multitud.
Y luego, aparecí.
Vestida con una túnica blanca perla con detalles de hojas de oro bordadas a mano, una capa suave flotaba tras de mí, sostenida por dos pequeñas elfas. Mi cabello caía en ondas libres, adornado con delicadas ramas de lirio azul. Caminé por el pasillo central con el corazón latiendo con fuerza, pero al mirar a Zareth, mi nerviosismo desapareció. Él estaba llorando, y en público, no sabía si sentirme avergonzada o honrada, mi corazón iba a salirse de mi cuerpo.