Ámbar
Pensando en el desconocido, busco mis auriculares por toda la casa. He puesto este apartamento patas arriba unas quinientas veces... Cierto, los auriculares los perdí en la escuela.
¿Por qué olvido cosas tan simples?
Oh, Dios. Llegaré al trabajo con veinte minutos de atraso. La señora Leticia debe tener un listado de groserías preparado.
Tomo lo imprescindible. Subo a un taxi y llego al infierno en el que trabajo. La líder de los demonios me espera junto a la puerta.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que llegues a tiempo? La gente impuntual es incompetente y no quiero gente así cuidando a mi hijo.
—Señora, yo...
—Señora nada. Además de incompetente e impuntual, también eres maleducada y desagradecida. Tengo una reunión importantísima en la empresa; me reuniré con inversionistas extranjeros y, por tu culpa, llegaré tarde —me grita—. ¿Para qué te digo esto? ¿Qué sabrás tú de negocios? No conoces nada más que el pedazo de tierra en el que vives. Ignorante —dice eso último con desprecio y besa la frente de su hijo para marcharse.
«Por fin. Pensé que nunca se iría».
El chiquillo me da una mirada que no me gusta; esta tarde promete.
***
Ha llegado la noche; solo falta media hora para que termine mi tortuoso trabajo. Organizo los juguetes de Luca con cuidado de no romper ninguno; no quiero otra avalancha de insultos por haber roto algún juguete del señorito mimado.
—Traeré tu cena, ¿está bien?
Luca asiente con la cabeza y la mirada fija en las caricaturas. Supongo que estará tranquilo durante un rato. Organizo los alimentos como ordenó la señora Leticia, según el color y el sabor que le gustan a su hijo, el insoportable.
Mientras sirvo la cena del malcriado, tarareo la letra de esa canción que tanto me gusta. "Believer", en español significa "creyente". Es una música muy acorde a mi situación.
Le llevo su plato a Luca y, mientras lo ayudo a sentarse correctamente, me distraigo al ver un ave de plumas blancas posada en la encimera de la cocina.
«¿Cómo entró si las ventanas están cerradas? ¿Por qué no para de mirarme?»
Siento un dolor insoportable en mi cabeza. Dejo a Luca cenando para dirigirme a la cocina en busca de un vaso de agua. Cierro mis ojos y acaricio mi frente.
Qué extraño. El ave ha desaparecido. Seguro eran ideas mías. El agotamiento me está afectando mal.
Bebo mi agua con calma y espero a que el dolor de cabeza se me pase.
Luca cena con su típica calma; la señora de la casa llega y, después de otra tormenta de ofensas, me entrega mi dinero y me permite irme.
Tomo mi tiempo para llegar a casa. Desde la puerta observo mi apartamento con un poco de asco. Es un lugar pequeño, para nada acogedor, pero es temporal; me mudaré en cuanto mejore mi situación económica. Al menos eso pretendo. Hay libros por todos lados, restos de café sobre la encimera, telarañas tras la inservible televisión, tazas de té en el sofá, y el grifo de la cocina gotea incesantemente...
Me centré tanto en estudiar y llegar temprano al colegio que me olvidé de organizar la casa. Me da pereza hacerlo ahora mismo, pero no dormiré en este cuchitril.
Justo cuando decido reordenar los libros y hojas que hay en el suelo, una penumbra me rodea.
Han cortado la luz. Qué bien.
Intento palpar mi teléfono, pero no lo logro. Agarro cualquier objeto excepto el que quiero: una taza de té, una ¿zapatilla? Ah, ya lo encontré.
Intento encenderlo, pero, para mi mala fortuna, se ha quedado sin batería. ¿Dónde guardé mi linterna?
Alguien golpea mi puerta; lo ignoro para continuar mi búsqueda en la oscuridad.
La linterna es vieja y no me ayudará. ¿Dónde guardé las velas?
Vuelven a llamar. ¿A quién se le ocurre molestar a estas horas? Me dirijo a la puerta, tropiezo varias veces por el camino.
—¿Quién es? —gruño molesta.
—El fósforo que te prende. Tu futuro esposo —esa detestable voz.
—Qué mal chiste. ¿Qué haces aquí? —abro la puerta y le grito en la cara; no puedo verlo, pero sé que se está riendo.
—De tan mala cara que pones, te saldrán arrugas, morena —ilumina mi rostro con la linterna de su celular—. No me veas así; vine a buscarte para ir a despejar un rato. Lo necesitas.
—No necesito nada.
—Claro que lo necesitas. Has estado muy estresada estos días —me empuja, haciéndome entrar de nuevo en mi apartamento—. Además, ¿cuándo fue la última vez que saliste de fiesta? —permanecí callada—. Lo ves, no lo recuerdas. Debes divertirte; anda, ve a vestirte.
—Eres insoportable. Dame tu celular —se lo arrebato de las manos, dejándolo en completa oscuridad.
En mi habitación, revuelvo el closet hasta hallar una camiseta negra de manga corta y una minifalda clásica de cuero. Me coloco un par de pulseras en la muñeca izquierda y las medias de rejilla por debajo de la rodilla. Bajo mi cama encuentro los botines de plataforma que llevan un buen tiempo en desuso.
Junto mis rizos en un moño alto desorganizado; no estoy de ánimos como para peinarme con calma.
—Ya estoy lista. Vámonos.
Fosforito me escanea de arriba a abajo varias veces. Parece mi estilista preocupado porque mi outfit gótico esté completo.
—Ya sé que me veo caliente, no necesitas decirlo. Vámonos.
Agarro su brazo y salimos de la pensión.
Quince minutos después, llegamos a la disco The Underworld. Después de mostrarle nuestras identificaciones a los guardias de seguridad y ser registrados por ellos, entramos a un ambiente denso y ruidoso.
Las luces azules y rojas, el gentío abarrotado en el pequeño espacio y las escandalosas voces que pretenden cantar mejor que Mallory Knox crean una atmósfera caótica, perfecta para que surja el típico malentendido entre pubertos.
Peter me guía entre la multitud hasta llegar a la barra. Él mira con atención a cada persona que vocaliza entre el montón.